CAPÍTULO VII
 
¿DEBERÍA SER TOLERADA LA CONFESIÓN AURICULAR ENTRE LAS NACIONES CIVILIZADAS?

 
QUE mis lectores que entienden Latín, lean cuidadosamente los extractos que doy, [al final de este libro], del Obispo Kenrick, Debreyne, Burchard, Dens, o Liguori, y los más incrédulos aprenderán por ellos mismos que el mundo, incluso en las épocas más negras del antiguo paganismo, nunca ha visto algo más infame y degradante que la confesión auricular.
 
Decir que la confesión auricular purifica el alma, no es menos ridículo y necio que decir que la blanca manta de una virgen, o que el lirio del valle, se volverán más blancos por ser sumergidos en un frasco de tinta negra.
 
El célibe papista, por estudiar sus libros antes de ir a la casilla del confesionario, ¿no ha corrompido su propio corazón, y zambullido su mente, memoria, y alma en una atmósfera de impureza que habría sido intolerable aún para el pueblo de Sodoma?
 
Preguntamos esto no solamente en el nombre de la religión, sino también del sentido común. ¿Cómo puede ese hombre, cuyo corazón y memoria son hechos precisamente el depósito de todas las más groseras impurezas que el mundo alguna vez ha conocido, ayudar a otros a ser castos y puros?
 
Los idólatras de India creen que serán purificados de sus pecados por tomar el agua con la que han acabado de lavar los pies de sus sacerdotes.
 
¡Qué monstruosa doctrina! ¡Las almas de los hombres purificadas por el agua que ha lavado los pies de un miserable y pecador hombre! ¿Hay alguna religión más monstruosa y diabólica que la religión Brahmán?
 
Sí, hay una más monstruosa, engañosa y contaminante que aquella. Es la religión que enseña que el alma del hombre es purificada por unas pocas palabras mágicas (llamadas absolución) que salen de los labios de un miserable pecador, cuyo corazón e inteligencia han precisamente sido llenados con las innombrables contaminaciones de Dens, Liguori, Debreyne, Kenrick, etc., etc. Porque si el alma del pobre hindú no es purificada por beber la santa (?) agua que ha tocado los pies de su sacerdote, al menos esa alma no puede ser contaminada por ella. ¿Pero quién no ve claramente que tomar de las viles preguntas del confesor contaminan, corrompen y arruinan el alma?
¿Quién no ha sido lleno con profunda compasión y lástima por aquellos pobres idólatras del Indostán, que creen que asegurarán para ellos mismos un feliz pasaje a la próxima vida, si tienen la buena suerte de morir sosteniendo la cola de una vaca? Pero hay un pueblo entre nosotros que no es menos digno de nuestra suprema compasión y piedad; porque ellos esperan que serán purificados de sus pecados y que serán felices para siempre, si unas pocas palabras mágicas (llamadas absolución) caen sobre su alma saliendo de los labios impuros de un miserable pecador, enviado por el Papa de Roma. La sucia cola de una vaca, y las palabras mágicas de un confesor, para purificar las almas y lavar los pecados del mundo, son igualmente invenciones del maligno. Ambas religiones vienen de Satán, porque ellas sustituyen igualmente con el poder mágico de viles criaturas a la sangre de Cristo, para salvar a los culpables hijos de Adán. Ambas ignoran que solamente la sangre del cordero nos limpia de todo pecado.
 
¡Sí! la confesión auricular es un acto público de idolatría. Es pedir de un hombre lo que sólo Dios, a través de su Hijo Jesucristo, puede otorgar: el perdón de los pecados. ¿El Salvador del mundo ha dicho a los pecadores: "Id a este o aquel hombre para arrepentimiento, perdón y paz"? No; pero él ha dicho a todos los pecadores: "Venid a mí". Y desde ese día hasta el fin del mundo, todos los ecos del cielo y de la tierra repetirán estas palabras del compasivo Salvador para todos los perdidos hijos de Adán—"Venid a mí".
 
Cuando Cristo dio a sus discípulos el poder de las llaves en estas palabras, "todo lo que ligareis en la tierra, será ligado en el cielo; y todo lo que desatareis en la tierra, será desatado en el cielo" (Mateo xviii. 18), Él explicó exactamente su pensamiento al decir: "Si tu hermano pecare contra ti" (v. 15). El mismo Hijo de Dios, en esa solemne hora, protestó contra la asombrosa impostura de Roma, diciéndonos positivamente que el poder de ligar y desatar, perdonar y retener pecados, era solamente en referencia a pecados cometidos de uno contra otro. Pedro había entendido correctamente las palabras de su Maestro, cuando preguntó: "¿Cuántas veces perdonaré a mi hermano que pecare contra mí?"
 
Y para que sus verdaderos discípulos no pudieran ser perturbados por los sofismas de Roma, o por los relucientes disparates de esa banda de necios medio papistas Episcopales, llamados Tractarianos, Ritualistas, o Puseyitas, el misericordioso Salvador dio la admirable parábola del siervo pobre, que Él concluyó con lo que tan frecuentemente repetía, "Así también hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonareis de vuestros corazones cada uno a su hermano sus ofensas." (Mateo. xviii. 35.)
 
No mucho antes, Él nos había dado misericordiosamente su pensamiento completo acerca de la obligación y poder que cada uno de sus discípulos tenía de perdonar: "Porque si perdonareis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial. Mas si no perdonareis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas." (Mateo vi. 14, 15.)
 
"Sed pues misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso; perdonad, y seréis perdonados." (Lucas vi. 36, 37.)
 
La confesión auricular, como el Rev. Dr. Wainwright ha puesto tan elocuentemente en su "Confesión no Auricular", es una caricatura diabólica del perdón de pecados por medio de la sangre de Cristo, así como el impío dogma de la Transubstanciación es una monstruosa caricatura de la salvación del mundo por medio de su muerte.
 
Los Romanistas, y su horrible apéndice, la parte Ritualista en la Iglesia Episcopal, hacen un gran alboroto por las palabras de nuestro Salvador, en Juan: "A los que remitiereis los pecados, les son remitidos: a quienes los retuviereis, serán retenidos." (Juan xx. 23.)
 
Pero, nuevamente, nuestro Salvador había Él mismo, de una vez por todas, explicado lo que Él quiso decir por perdonar y retener pecados—Mateo xviii. 35; Mateo vi. 14, 15; Lucas vi. 36, 37.
 
Nadie excepto hombres voluntariamente cegados podrían malinterpretarlo. Además de eso, el mismo Espíritu Santo ha cuidado para que no fuésemos engañados por las falsas tradiciones de los hombres, sobre ese importante asunto, cuando en Lucas Él nos dio la explicación del significado de Juan xx. 23, diciéndonos: "Así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y la remisión de pecados en todas las naciones, comenzando de Jerusalem." (Lucas xxiv. 46, 47).
 
A fin de que podamos entender mejor las palabras de nuestro Salvador en Juan xx. 23, pongámoslas frente a sus propias explicaciones (Lucas xxiv. 46, 47).
 
LUCAS XXIV.
 
33 Y levantándose en la misma hora, tornáronse a Jerusalem, y hallaron a los once reunidos, y a los que estaban con ellos.
 
34 Que decían: Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón.
 
36 Y entre tanto que ellos hablaban estas cosas, Él se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros.
 
JUAN XX.
 
18 Fue María Magdalena dando las nuevas a los discípulos de que había visto al Señor, y que Él le había dicho estas cosas.
 
19 Y como fue tarde aquel día, el primero de la semana, y estando las puertas cerradas donde los discípulos estaban juntos por miedo de los Judíos, vino Jesús, y púsose en medio, y díjoles: Paz a vosotros.
 
37 Entonces ellos espantados y asombrados, pensaban que veían espíritu.
 
38 Mas Él les dice: ¿Por qué estáis turbados, y suben pensamientos a vuestros corazones?
 
39 Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy: palpad, y ved; que el espíritu ni tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo.
 
40 Y en diciendo esto, les mostró las manos y los pies.
 
41 Y no creyéndolo aún ellos de gozo, y maravillados, díjoles: ¿Tenéis aquí algo de comer?
 
42 Entonces ellos le presentaron parte de un pez asado, y un panal de miel.
 
43 Y Él tomó, y comió delante de ellos.
 
44 Y Él les dijo: Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliesen todas las cosas que están escritas de mí en la ley de Moisés, y en los profetas, y en los salmos.
 
45 Entonces les abrió el sentido, para que entendiesen las Escrituras;
 
46 Y díjoles: Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día;
 
20 Y como hubo dicho esto, mostróles las manos y el costado. Y los discípulos se gozaron viendo al Señor.
 
21 Entonces les dijo Jesús otra vez: Paz a vosotros: como me envió el Padre, así también yo os envío.
 
22 Y como hubo dicho esto, sopló, y díjoles: Tomad el Espíritu Santo:
 
47 Y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y la remisión de pecados en todas las naciones, comenzando de Jerusalem.
 
23 A los que remitiereis los pecados, les son remitidos: a quienes los retuviereis, serán retenidos.
 
Tres cosas son evidentes al comparar el reporte de Juan y el de Lucas:
 
1. Ellos hablan del mismo acontecimiento, aunque uno da ciertos detalles omitidos por el otro, como encontramos en el resto de los evangelios.
 
2. Las palabras de San Juan: "A los que remitiereis los pecados, les son remitidos: a quienes los retuviereis, serán retenidos", son explicadas por el Espíritu Santo mismo, en San Lucas, como significando que los apóstoles deberán predicar el arrepentimiento y el perdón de pecados por medio de Cristo. Es lo que nuestro Salvador ha dicho Él mismo en Mateo ix. 13: "Andad pues, y aprended qué cosa es: Misericordia quiero, y no sacrificio: porque no he venido a llamar justos, sino pecadores a arrepentimiento."
 
Esta es exactamente la misma doctrina enseñada por Pedro (Hechos ii. 38): "Y Pedro les dice: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo."
 
Exactamente la misma doctrina del perdón de pecados, no por medio de la confesión auricular o la absolución, sino por medio de la predicación de la Palabra: "Séaos pues notorio, varones hermanos, que por éste os es anunciada remisión de pecados" (Hechos xiii. 38).
 
3. La tercer cosa que es evidente es que los apóstoles no estaban solos cuando Cristo apareció y habló, sino que varios de sus otros discípulos, incluso algunas mujeres, estaban allí.
 
Si los Romanistas, entonces, pudieran probar que Cristo estableció la confesión auricular, y dio el poder de absolución, por lo que Él dijo en esa hora solemne, mujeres tanto como hombres —de hecho, cada creyente en Cristo— estaría autorizado a oír confesiones y a dar absolución. El Espíritu Santo no fue prometido o dado solamente a los Apóstoles, sino a cada creyente, como vemos en Hechos i. 15, y ii. 1, 2, 3.
 
Pero el Evangelio de Cristo, así como la historia de los primeros diez siglos del Cristianismo, es el testigo de que la confesión auricular y la absolución no son otra cosa que un sacrílego y un muy sorprendente fraude.
 
Qué tremendos esfuerzos han hecho los sacerdotes de Roma, estos últimos cinco siglos, y están todavía haciendo, para persuadir a sus engañados que el Hijo de Dios estaba haciendo de ellos una casta privilegiada, una casta dotada con el Divino y exclusivo poder de abrir y cerrar las puertas del cielo, cuando Él dijo, "Todo lo que ligareis en la tierra, será ligado en el cielo; y todo lo que desatareis en la tierra, será desatado en el cielo."
 
Pero nuestro adorable Salvador, quien perfectamente vio de antemano aquellos diabólicos esfuerzos por parte de los sacerdotes de Roma, trastornó enteramente todo vestigio de su fundamento al decir inmediatamente, "Otra vez os digo, que si dos de vosotros se convinieren en la tierra, de toda cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy en medio de ellos." (Mateo xviii. 19, 20).
 
¿Intentarían los sacerdotes de Roma hacernos creer que estas palabras de los versículos 19 y 20 están dirigidas a ellos exclusivamente? Ellos no han osado decir eso todavía. Ellos reconocen que estas palabras están dirigidas a todos sus discípulos. Pero nuestro Salvador positivamente dice que las otras palabras que implican el así llamado poder de los sacerdotes para oír la confesión y dar la absolución son dirigidas a las mismísimas personas—"os digo", etc., etc. El vosotros de los versículos 19 y 20 es el mismo vosotros del 18. El poder de desatar y atar es, entonces, dado a todos aquellos que fueran ofendidos y perdonaran. Así pues, nuestro Salvador no tenía en mente formar una casta de hombres con algún poder maravilloso sobre el resto de sus discípulos. Los sacerdotes de Roma, entonces, son impostores, y no otra cosa, cuando dicen que el poder de desatar y atar pecados les fue otorgado exclusivamente a ellos.
En lugar de ir al confesor, dejen que los cristianos vayan a su misericordioso Dios, por medio de Cristo, y digan "perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores". Esta es la Verdad, no como viene del Vaticano, sino como viene del Calvario, donde nuestras deudas fueron pagadas, con la única condición de que creyéramos, nos arrepintiéramos y amáramos.
 
¿No han los Papas pública y repetidamente anatematizado, [declarado anatema o maldito], al sagrado principio de la Libertad de Conciencia? ¿No han dicho abiertamente, en la cara de las naciones de Europa, que la Libertad de Conciencia debe ser destruida—aniquilada a cualquier costo? ¿No ha oído el mundo entero la sentencia de muerte a la libertad saliendo de los labios del anciano hombre del Vaticano? ¿Pero dónde está el patíbulo en el cual la condenada Libertad debe perecer? Ese patíbulo es la casilla del confesionario. ¡Sí, en el confesionario, el Papa tiene sus 100.000 prominentes verdugos! Ellos están allí, día y noche, con afiladas dagas en la mano, apuñalando a la Libertad en el corazón.
 
¡En vano la noble Francia expulsará a sus antiguos tiranos para ser libre; en vano se derramará la más pura sangre de su corazón para proteger y salvar la libertad! La verdadera libertad no puede vivir allí un día mientras los verdugos del Papa sean libres para apuñalarla en sus 100.000 cadalsos.
 
En vano la hidalga España llamará a la Libertad para dar una nueva vida a su pueblo. La Libertad no puede poner sus pies allí, excepto para morir, mientras le sea permitido al Papa golpearla en sus 50.000 confesionarios.
 
Y la libre Norteamérica, también, verá todas sus tan costosamente adquiridas libertades destruidas, el día que el confesionario esté universalmente encumbrado en medio de ella.
 
La Confesión Auricular y la Libertad no pueden permanecer juntas en el mismo suelo; una u otra debe caer.
 
La Libertad debe arrasar al confesionario, como ha arrasado al demonio de la esclavitud, o será condenada a perecer.
 
¿Puede un hombre ser libre en su propia casa, mientras hay otro que tiene el derecho legal a espiar todas sus acciones, y dirigir no sólo cada paso, sino cada pensamiento de su esposa e hijos? ¿Puede ese hombre jactarse de un hogar cuya esposa e hijos están bajo el control de otro? ¿No es ese desdichado hombre realmente el esclavo del soberano y amo de su familia? Y cuando una nación entera está compuesta de tales maridos y padres, ¿no es esa una nación de despreciables y humillados esclavos?
 
¡Para un hombre que piensa, uno de los más extraños fenómenos es que nuestras naciones modernas permitan que sus más sagrados derechos sean pisoteados, y destruidos por el Papado, el enemigo juramentado de la Libertad, por medio de un equivocado respeto y amor por esa misma Libertad!
 
Ningún pueblo tiene más respeto por la Libertad de Consciencia que el norteamericano; ¿pero ha permitido el noble Estado de Illinois a Joe Smith y Brigham Young degradar y esclavizar a las mujeres Norteamericanas bajo el pretexto de la Libertad de Conciencia, a la cual recurren los así llamados "Santos de los Últimos Días"? ¡No! El terreno pronto se hizo muy caliente para la tierna conciencia de los profetas modernos. Joe Smith pereció cuando intentó mantener a sus esposas cautivas en sus cadenas, y Brigham Young tuvo que escapar a las soledades del Lejano Oeste, para disfrutar lo que él llamaba su libertad de conciencia con las treinta mujeres que él había degradado, y encadenado bajo su yugo. Pero aún en esa remota soledad el falso profeta ha oído los distantes estruendos del rugiente trueno. La voz amenazante de la gran República ha molestado su descanso, y antes de su muerte él habló sabiamente de ir tanto como fuera posible más allá del alcance de la civilización cristiana, antes que las oscuras y amenazantes nubes que veía en el horizonte arrojaran sobre él sus irresistibles tormentas.
 
¿Culpará alguno al pueblo norteamericano por ir así al rescate de las mujeres? No, seguramente no.
 
¿Pero qué es la casilla del confesionario? No otra cosa que una ciudadela y una fortaleza de Mormonismo.
 
¿Qué es el Padre Confesor, con pocas excepciones, sino un afortunado Brigham Young?
 
Yo no quiero ser creído en mi ipse dixit [por lo que él mismo dice]. Lo que pido a los pensadores responsables es, que lean las encíclicas de los Píos, los Gregorios, los Benitos, y muchos otros Papas, "De Sollicitantibus". Allí ellos verán, con sus propios ojos, que, como una cosa general, los confesores tienen más mujeres para servirles que las que los profetas Mormones jamás tuvieron. Lean ellos las memorias de uno de los más venerables hombres de la Iglesia de Roma, el Obispo Scipio de Ricci, y verán, con sus propios ojos, que los confesores son más libres con sus penitentes, incluso monjas, que lo que los maridos son con sus esposas. Oigan ellos el testimonio de una de las más nobles princesas de Italia, Henrietta Carracciolo, quien todavía vive, y conocerán que los Mormones tienen más respeto por las mujeres que el que tiene la mayoría de los confesores. Que ellos lean la experiencia de la señorita O'Gorman, cinco años una monja en los Estados Unidos, y entenderán que los sacerdotes y sus penitentes femeninas, incluso monjas, están ultrajando todas las leyes de Dios y el hombre, por medio de los oscuros misterios de la confesión auricular. Esa señorita O'Gorman, al igual que la señorita Henrietta Carracciolo, todavía viven. ¿Por qué no son consultadas por aquellos que gustan conocer la verdad, y que temen que nosotros exageramos las iniquidades que vienen de la "confesión auricular" como su infalible fuente? Que ellos oigan las lamentaciones del Cardenal Baronius, San Bernardo, Savonarola, Pío, Gregorio, Santa Teresa, San Liguori, sobre la inenarrable e irreparable ruina extendida por todos los caminos y por todos los países fascinados por los confesores del Papa, y conocerán que el confesionario es el testigo diario de abominaciones que difícilmente hubieran sido toleradas en las tierras de Sodoma y Gomorra. Que los legisladores, los padres y los maridos de toda nación y lengua, interroguen al Padre Gavazzi, Grassi, y miles de sacerdotes quienes viven que, como yo mismo, han sido milagrosamente sacados de esa servidumbre egipcia a la tierra prometida, y ellos les dirán a ustedes la misma muy antigua historia—de que el confesionario es para la mayor parte de los confesores y las penitentes, un real pozo de perdición, en el cual ellos promiscuamente caen y perecen.
 
Sí; ellos le dirán a usted que el alma y el corazón de su esposa y de su hija son purificados por las mágicas palabras del confesionario, tanto como las almas de los pobres idólatras del Indostán son purificadas por la cola de la vaca que ellos sostienen en sus manos, cuando mueren. Estudie las páginas de la pasada historia de Inglaterra, Francia, Italia, España, etc., etc., y usted verá como los más serios y confiables historiadores, por todas partes, han encontrado misterios de iniquidad en la casilla del confesionario que sus plumas rehusaban trazar.
 
En la presencia de tales públicos, innegables, y lamentables hechos, ¿no tienen las naciones civilizadas un deber que ejecutar? ¿No es tiempo de que los hijos de luz, los verdaderos discípulos del Evangelio, por todo el mundo, deban reunirse alrededor de las banderas de Cristo, e ir, hombro con hombro, al rescate de las mujeres?
 
La mujer es a la sociedad lo que las raíces son a los más preciosos árboles de vuestro huerto. Si usted supiera que mil gusanos están carcomiendo las raíces de estos nobles árboles, que sus hojas ya se están marchitando, sus ricos frutos, aunque todavía verdes, están cayendo al suelo, ¿no desenterraría las raíces y acabaría con los gusanos?
 
El confesor es el gusano que está carcomiendo, corrompiendo, y destruyendo las propias raíces de la sociedad civil y religiosa, al contaminar, envilecer, y esclavizar a la mujer.
 
Antes de que las naciones puedan ver el reino de paz, felicidad, y libertad, que Cristo ha prometido, ellas deben, como los Israelitas, derribar los muros de Jericó. ¡El confesionario es la moderna Jericó, que provocadoramente desafía a los hijos de Dios!
 
Que, entonces, el pueblo del Señor, los verdaderos soldados de Cristo, se levanten y se reúnan alrededor de sus banderas; y que marchen intrépidamente, hombro con hombro, sobre la ciudad condenada; que todas las trompetas de Israel suenen alrededor de sus muros; que las fervientes oraciones vayan al trono de Misericordia, desde el corazón de cada uno por los que el Cordero ha sido matado; que se oiga tal unánime grito de indignación, a través de lo largo y lo ancho de la tierra, contra esa la más grande y la más monstruosa impostura de los tiempos modernos, para que la tierra tiemble bajo los pies del confesor, tanto que sus mismas rodillas temblarán, y pronto los muros de Jericó, caerán, el confesionario desaparecerá, y sus inenarrables corrupciones no pondrán más en peligro la misma existencia de la sociedad.
 
Entonces las multitudes que estuvieron cautivas vendrán al Cordero, quien las hará puras con su sangre y libres con su palabra.
 
Entonces las naciones redimidas cantarán un canto de alegría: "¡Babilonia, la grande, la madre de las rameras y las abominaciones de la tierra, ¡caída es! ¡caída es!"
 

CAPÍTULO VIII
 
¿LA CONFESIÓN AURICULAR TRAE PAZ AL ALMA?

 
LA conexión entre la Paz con la Confesión Auricular es seguramente el más cruel sarcasmo alguna vez expresado en lenguaje humano.
 
Sería menos ridículo y falso admirar la tranquilidad del mar, y la quietud de la atmósfera, cuando una furiosa tormenta levanta las espumosas olas hacia el cielo, que hablar de la Paz del alma durante o después de la confesión.
 
Yo sé esto; los confesores y sus engañados coros todos armonizan al gritar "¡Paz, paz!" Pero el Dios de verdad y santidad responde: "¡No hay paz para el impío!"
 
El hecho es, que palabras humanas no pueden expresar adecuadamente las ansiedades del alma antes de la confesión, su inexpresable confusión en el acto de confesar, o sus mortales terrores después de la confesión.
 
Que aquellos que nunca han bebido de las amargas aguas que fluyen del confesionario, lean el siguiente relato simple y preciso de mis propias primeras experiencias con la confesión auricular. Ellas no son más que la historia de lo que nueve décimos de los penitentes* de Roma, ancianos y jóvenes están sometidos; y ellos sabrán que pensar de esa maravillosa Paz sobre la que los Romanistas, y sus insensatos copistas, los Ritualistas, han escrito tan elocuentes mentiras.
 
* Por la palabra penitentes, Roma no se refiere a los que se arrepienten, sino a quienes confiesan al sacerdote.
 
En el año 1819, mis padres me habían enviado desde Murray Bay (La Mal Baie), donde ellos vivían, a una excelente escuela en St. Thomas. Yo era entonces de aproximadamente nueve años. Me hospedé en lo de un tío, quien, aunque de nombre un Católico Romano, no creía una palabra de lo que sus sacerdotes predicaban. Pero mi tía tenía la reputación de ser una mujer muy devota. Nuestro maestro, el Sr. John Jones, era un bien educado inglés, y un firme PROTESTANTE. Esta última circunstancia había despertado la ira del sacerdote Católico Romano contra el maestro y sus numerosos alumnos a tal grado, que ellos fueron frecuentemente denunciados desde el púlpito con palabras muy duras. Pero si él no nos caía bien, yo debo reconocer que le estábamos pagando con su misma moneda.
 
Pero volvamos a mi primer lección sobre la Confesión Auricular. ¡No! No hay palabras que puedan expresar a aquellos que nunca tuvieron alguna experiencia en el asunto, la consternación, la ansiedad y la vergüenza de un pobre niño Católico, cuando oye a su sacerdote diciendo desde el púlpito, en un tono grave y solemne: "Esta semana ustedes enviarán a sus niños para la confesión. Háganles entender que esta acción es una de las más importantes de sus vidas, que para cada uno de ellos decidirá su eterna felicidad o ruina. Padres, madres y guardianes de esos niños, si, por culpa de ustedes o de ellos, sus niños son culpables de una falsa confesión; si ellos no confiesan todo al sacerdote que ocupa el lugar de Dios mismo, este pecado frecuentemente es irreparable: el demonio tomará posesión de sus corazones, ellos mentirán a su padre confesor, o mejor dicho a Jesucristo, de quien él es el representante; sus vidas serán una sucesión de sacrilegios, su muerte y eternidad serán las de los reprobados. Enséñenles, por lo tanto, a examinar completamente todas sus acciones, palabras, pensamientos y deseos, a fin de confesar todo exactamente como ocurrió, sin ninguna ocultación.
 
Yo estaba en la Iglesia de St. Thomas, cuando estas palabras cayeron sobre mí como un rayo. Yo había oído frecuentemente a mi madre decir, cuando estaba en casa, y a mi tía, desde que había llegado a St. Thomas, que de la primer confesión dependía mi eterna felicidad o miseria.
 
¡Esa semana estaba, por lo tanto, por decidir la cuestión vital de mi eternidad!
 
Pálido y desanimado, salí de la Iglesia después del servicio, y volví a la casa de mis parientes. Tomé mi lugar en la mesa, pero no podía comer, estaba tan preocupado. ¡Fui a mi habitación con el propósito de comenzar mi examen de conciencia, y de tratar de recordar cada uno de mis pecaminosos actos, pensamientos y palabras!
 
Aunque apenas por sobre los nueve años de edad, esta tarea fue realmente abrumadora para mí. Me postré ante la Virgen María por ayuda, pero estaba demasiado atrapado por el temor de olvidar algo o de hacer una mala confesión, que murmuré mis oraciones sin la menor atención a lo que decía. Esto se puso aún peor, cuando comencé a contar mis pecados; mi memoria, aunque muy buena, se volvió confusa; mi cabeza estaba mareada; mi corazón latía con una rapidez que me agotaba, mi frente estaba cubierta con transpiración. Después de pasar un tiempo considerable en estos penosos esfuerzos, me sentí al borde de la desesperación por el temor de que me era imposible recordar exactamente todo, y confesar cada pecado como éste ocurrió. La noche siguiente estuve casi desvelado; y cuando me vino sueño, eso apenas podría llamarse sueño, más bien era un sofocante delirio. En un aterrador sueño, me sentía como si hubiese sido arrojado al infierno, por no haber confesado todos mis pecados al sacerdote. En la mañana me desperté fatigado y abatido por los espectros y emociones de esa terrible noche. En similares aflicciones mentales pasaron los tres días que precedieron a mi primer confesión.
 
Yo tenía constantemente delante mío el rostro de ese severo sacerdote que nunca me había sonreído. Él estaba presente en mis pensamientos durante los días, y en mis sueños durante las noches, como el ministro de un Dios airado, justamente irritado contra mí por causa de mis pecados. Ciertamente se me había prometido el perdón, con la condición de una buena confesión; pero también se me había presentado mi parte en el infierno, si mi confesión no era tan cercana a la perfección como fuera posible.
 
Ahora, mi atormentada conciencia me decía que había noventa posibilidades contra una de que mi confesión fuera mala, tanto si por mi propia falta, olvidaba algunos pecados, o si me encontraba sin ese pesar del cual había oído tanto, pero la naturaleza y los efectos de lo cual fueron un perfecto caos en mi mente.
 
Finalmente llegó el día de mi confesión, o mejor dicho el de juicio y condenación. Me presenté al sacerdote, el Reverendo Sr. Beaubien.
 
Él tenía, en ese tiempo, los defectos de trabársele la lengua o tartamudear, lo cual frecuentemente ridiculizábamos. Y, como desafortunadamente la naturaleza me había dotado con admirables facultades de mimo, [el que hace mímicas e imitaciones], las contrariedades de este pobre sacerdote ofrecían simplemente una muy buena oportunidad para el ejercicio de mi talento. No sólo era uno de mis entretenimientos favoritos imitarle delante de los alumnos en medio de estruendos de risa, sino que también, predicaba porciones de sus sermones ante sus feligreses con resultados similares. Verdaderamente, muchos de ellos venían desde considerables distancias para disfrutar la oportunidad de oírme, y ellos, más de una vez, me premiaban con pasteles de azúcar de arce, por mis actuaciones.
 
Estos actos de imitación estaban, por supuesto, entre mis pecados; y llegó a ser necesario para mí examinarme sobre el número de veces que me había burlado de los sacerdotes. Esta circunstancia no estaba calculada para hacer más fácil o más grata mi confesión.
 
Finalmente, llegó el terrible momento, me arrodillé por primera vez al lado de mi confesor, pero mi estructura entera temblaba; repetí la oración preparatoria para la confesión, apenas sabiendo lo que decía, al estar tan atormentado por temores.
 
Por las instrucciones que se nos habían dado antes de la confesión, se nos había hecho creer que el sacerdote era el verdadero representante, sí, casi la personificación de Jesucristo. La consecuencia fue que yo creía que mi mayor pecado fue el de burlarme del sacerdote, y, como se me había dicho que lo correcto era confesar primero los pecados mayores, comencé así: "¡Padre, me acuso a mí mismo de haberme burlado de un sacerdote!"
 
Apenas hube expresado estas palabras, "burlado de un sacerdote", cuando este pretendido representante del humilde Jesús, volviéndose hacia mí, y mirando mi rostro, a fin de conocerme mejor, me preguntó abruptamente: "¿De qué sacerdote te burlaste, mi muchacho?"
 
Hubiera preferido más bien cortar mi lengua que decirle, en su rostro, quien era éste. Por lo tanto, me mantuve en silencio por un tiempo; pero mi silencio lo puso muy nervioso, y casi enfurecido. Con un tono de voz arrogante, dijo: "¿De qué sacerdote te tomaste la libertad de burlarte, mi muchacho?" Vi que tenía que contestar. Afortunadamente, su arrogancia me había hecho más osado y firme; yo dije: "¡Señor, usted es el sacerdote de quien me burlé!"
 
"¿Pero cuantas veces te dedicaste a burlarte de mí, mi muchacho?" preguntó, furiosamente.
 
Traté de establecer el número de veces, pero nunca pude.
 
"Debes decirme cuantas veces; porque burlarse del propio sacerdote de uno, es un gran pecado."
 
"Es imposible para mí darle el número de veces", le contesté.
 
"Bien, mi niño, ayudaré tu memoria haciéndote preguntas. Dime la verdad. ¿Piensas que te burlaste de mí diez veces?"
 
"Una gran cantidad de veces más", contesté.
 
"¿Te has burlado de mí cincuenta veces?"
 
"¡Oh! Mucho más todavía"
 
"¿Unas cien veces?"
 
"Digamos quinientas, y quizás más", respondí.
 
"Bien, mi muchacho, ¿gastas todo tu tiempo, en burlarte de mí?"
 
"No todo mi tiempo; pero, desafortunadamente, he hecho esto muy frecuentemente."
 
"¡Sí, bien puedes decir 'desafortunadamente'! porque mofarte de tu sacerdote, quien ocupa el lugar de nuestro Señor Jesucristo, es un gran pecado y una gran desgracia para ti. Pero dime, mi pequeño muchacho, ¿qué razón tienes para burlarte así de mí?
 
En mi examen de conciencia, no había previsto que estaría obligado a dar las razones por las que me burlé del sacerdote, y estaba desconcertado por sus preguntas. No osaba responder, y permanecí callado por un largo tiempo, por la vergüenza que me dominaba. Pero, con una acosadora perseverancia, el sacerdote insistía para que le dijera por qué me había burlado de él; asegurándome que sería condenado si no hablaba la verdad entera. Entonces decidí hablar, y dije: "Yo me burlé de usted por varias cosas".
 
"¿Qué fue lo primero que hizo que te burlaras de mí?" preguntó el sacerdote.
 
"Me reí de usted porque tartamudea; entre los alumnos de la escuela, y otras personas, sucede frecuentemente que imitamos su predicación para reírnos de usted", respondí.
 
"¿Por qué otra razón te ríes de mí, mi pequeño muchacho?"
 
Por un largo tiempo estuve en silencio. Cada vez que abría mi boca para hablar, mi coraje me fallaba. Pero el sacerdote continuó apremiándome; finalmente dije: "Se rumorea en el pueblo que usted ama las chicas: que usted visita a las señoritas Richards casi todas las noches; y esto frecuentemente nos hace reír".
 
El pobre sacerdote fue evidentemente abrumado por mi respuesta, y cesó de cuestionarme sobre ese asunto. Cambiando la conversación, dijo: "¿Cuáles son tus otros pecados?"
 
Yo comencé a confesarlos de acuerdo al orden en que venían a mi memoria. Pero el sentimiento de vergüenza que me dominaba, al repetir todos mis pecados a ese hombre, fue mil veces mayor que el de haber ofendido a Dios. En realidad, estos sentimientos de vergüenza humana, que invadieron mis pensamientos, más aún, mi ser entero, no dejaron lugar para absolutamente ningún sentimiento religioso, y estoy seguro que este es el caso con la gran mayoría de quienes confiesan sus pecados al sacerdote.
 
Cuando había confesado todos los pecados que pude recordar, el sacerdote comenzó a hacerme las más extrañas preguntas sobre asuntos que mi pluma debe callar. . . . . Le respondí, "Padre, no entiendo lo que usted me pregunta".
 
"Te pregunto", replicó él, "sobre los pecados del sexto mandamiento de Dios", (el séptimo en la Biblia). "Confiesa todo, mi pequeño muchacho, porque irás al infierno, si, por tu error, omites algo".
 
Inmediatamente arrastró mis pensamientos a regiones de iniquidad que, gracias a Dios, habían sido hasta ese momento completamente desconocidas para mí.
 
Le respondí de nuevo, "No le entiendo", o "nunca hice esas cosas perversas".
 
Entonces, cambiando hábilmente a algunas cuestiones secundarias, él pronto volvería de forma astuta y artera a su asunto favorito, a saber, los pecados de impudicia.
 
Sus preguntas eran tan sucias que me sonrojé y me sentí asqueado con disgusto y vergüenza. Más de una vez, había estado, con gran pesar, en la compañía de malos muchachos, pero ninguno de ellos había ofendido mi naturaleza moral tanto como lo había hecho este sacerdote. Ninguno se había jamás aproximado a la sombra de las cosas de las cuales ese hombre rasgó el velo, y que puso delante de los ojos de mi alma. En vano le dije que yo no era culpable de aquellas cosas; que ni siquiera entendía lo que me preguntaba; pero él no me liberaría.
 
Como un buitre inclinado sobre el pobre pájaro indefenso que cae entre sus garras y es desguazado, ese cruel sacerdote parecía determinado a arruinar y corromper mi corazón.
 
Finalmente me hizo una pregunta en una forma de expresarse tan mala, que fui realmente afligido y puesto fuera de mí. Me sentí como si hubiese recibido el sacudón de una batería eléctrica, un sentimiento de horror me hizo estremecer. Fui llenado con tal indignación que, hablando lo bastante fuerte como para ser oído por muchos, le dije: "Señor, soy muy malo, pero nunca fui culpable de lo que usted menciona; por favor no me haga más esas preguntas, que me enseñan más maldad de la que jamás conocí".
 
El resto de mi confesión fue breve. La severa reprensión que le había dado hizo que ese sacerdote se ruborizara evidentemente, si es que no le atemorizó. Se detuvo brevemente, y me dio algunos muy buenos consejos, que podrían haberme hecho bien, si las profundas heridas que sus preguntas habían infligido sobre mi alma, no hubieran absorbido mis pensamientos como para impedirme prestar atención a lo que decía. Me dio una pequeña penitencia y me despidió.
Dejé el confesionario irritado y confundido. Por la vergüenza de lo que había acabado de oír, no me animaba a levantar mis ojos del suelo. Fui a una esquina de la iglesia para hacer mi penitencia, es decir, para recitar las oraciones que me había indicado. Permanecí por un largo tiempo en la iglesia. Tenía necesidad de calma, después del terrible juicio por el que había acabado de pasar. Pero en vano busqué reposo. Las avergonzantes preguntas que me había hecho recientemente; el nuevo mundo de iniquidad en el que había sido introducido; los impuros fantasmas por los cuales fue profanada mi mente infantil, confundieron y afligieron tanto a mi alma, que comencé a llorar amargamente.
 
Dejé la iglesia solamente cuando fui obligado a hacerlo por las sombras de la noche, y regresé a la casa de mi tío con un sentimiento de vergüenza e inquietud, como si hubiese hecho una mala acción y temiera ser descubierto. Mi aflicción se acrecentó mucho cuando mi tío dijo bromeando: "Ahora que has ido a confesarte, serás un buen muchacho. Pero si no eres un mejor muchacho, serás uno más informado, si tu confesor te enseñó lo que me enseñó el mío cuando me confesé por primera vez".
 
Me ruboricé y permanecí en silencio. Mi tía dijo: "Debes sentirte feliz, ahora que has hecho tu confesión: ¿No?"
 
Le di una respuesta evasiva, pero no pude disimular enteramente la confusión que me embargaba. Me fui a la cama temprano; pero difícilmente podía dormir.
 
Pensaba que era el único muchacho a quien el sacerdote había hecho esas contaminantes preguntas; pero grande fue mi confusión, cuando, al ir a la escuela el día siguiente, me enteré que mis compañeros no habían sido más felices que lo que yo había sido. La única diferencia fue que, en vez de estar apenados como lo estaba yo, ellos se reían de esto.
 
"¿El sacerdote les dijo esto y aquello?", preguntarían, riendo de manera ruidosa; me rehusé responder, y dije: "¿No están avergonzados de hablar de estas cosas?"
 
"¡Ah! ¡Ah! qué escrupuloso eres", continuaron, "si no es un pecado para el sacerdote hablarnos de estos asuntos, cómo puede ser para nosotros un pecado el reírnos de esto". Me sentí confundido, no sabiendo que contestar. Pero mi confusión aumentó no poco cuando, algo después, percibí que las chicas jóvenes de la escuela no habían sido menos contaminadas o escandalizadas que los muchachos. Aunque manteniéndose a suficiente distancia de nosotros para impedir que nos enterásemos de todo lo que tenían que decir sobre su experiencia en el confesionario, aquellas chicas estaban suficientemente cerca como para que oyéramos muchas cosas que habría sido mejor para nosotros no conocer. Algunas de ellas parecían meditabundas, tristes, y avergonzadas, pero algunas de ellas reían vehementemente por lo que habían aprendido en la casilla del confesionario.
 
Yo estaba muy indignado contra el sacerdote; y pensaba para mí mismo que él era un hombre muy malvado por habernos hecho preguntas tan repugnantes. Pero estaba equivocado. Ese sacerdote fue honesto; él solamente estaba cumpliendo su deber, como supe después, cuando estudié a los teólogos de Roma. El Reverendo Sr. Beaubien era un verdadero caballero; y si él hubiera sido libre de seguir los dictados de su honesta conciencia, es mi firme convicción, que nunca habría manchado nuestros jóvenes corazones con ideas tan impuras. Pero qué puede hacer la honesta conciencia de un sacerdote en el confesionario, excepto ser silencioso y mudo; el sacerdote de Roma es un autómata, atado a los pies del Papa por una cadena de hierro. Él puede moverse, ir hacia la izquierda o la derecha, arriba o abajo, puede pensar y actuar, pero sólo por la orden del infalible dios de Roma. El sacerdote conoce la voluntad de su moderna divinidad solamente por medio de sus aprobados emisarios, embajadores y teólogos. Con vergüenza sobre mi frente, y con amargas lágrimas de pesar fluyendo justo ahora, sobre mis mejillas, confieso que yo mismo he debido aprender de memoria aquellas destructivas preguntas, y hacerlas a los jóvenes y viejos, que como yo, fueron alimentados con las doctrinas diabólicas de la Iglesia de Roma, en referencia a la confesión auricular.
 
Cierto tiempo después, algunas personas tendieron una emboscada y castigaron a ese mismo sacerdote, cuando, durante una muy oscura noche él estaba volviendo de visitar a sus bellas jóvenes penitentes, las señoritas Richards. Y el día siguiente, los conspiradores se encontraron en la casa del Dr. Stephen Tache, para dar un informe de lo que habían hecho ante la sociedad semisecreta a la que pertenecían, yo fui invitado por mi joven amigo Louis Casault* para esconderme con él, en una habitación contigua, donde podíamos oír todo sin ser vistos. Encuentro en los viejos manuscritos de "memorias de mis años de juventud" la siguiente exposición del Sr. Dubord, uno de los comerciantes principales de St. Thomas.
 
* Él murió muchos años después cuando estaba al frente de la Universidad Laval.
 
"Sr. Presidente, yo no estuve entre aquellos que dieron al sacerdote la expresión de los sentimientos públicos con la elocuente voz del látigo; pero desearía haber estado; de buena gana habría cooperado en dar aquella tan merecida lección a los padres confesores de Canadá; y permítanme darles mis razones para eso".
 
"Mi hija, que es de apenas doce años, fue a confesarse, como hicieron las otras niñas del pueblo, hace algún tiempo. Eso fue contra mi voluntad. Yo sé por mi propia experiencia, que de todas las acciones, la confesión es la más degradante de la vida de una persona. No puedo imaginar nada tan bien calculado para destruir para siempre el autorespeto de alguno, como la moderna invención del confesionario. Ahora, ¿qué es una persona sin autorespeto? ¿Especialmente una mujer? ¿No está todo perdido para siempre sin esto?
 
"En el confesionario, todo es corrupción del peor grado. Allí, los pensamientos, labios, corazones y almas de las niñas son contaminados para siempre. ¿Necesito probar esto? ¡No! Porque aunque ustedes han abandonado la confesión auricular, como algo degradante de la dignidad humana, no han olvidado las lecciones de corrupción que recibieron de ella. Aquellas lecciones han permanecido en sus almas como las cicatrices dejadas por el hierro al rojo vivo sobre la frente del esclavo, para ser un testigo perpetuo de su esclavitud, para ser un testigo perpetuo de su vergüenza y sumisión.
 
"¡El confesionario es el lugar donde nuestras esposas e hijas aprenden cosas que harían sonrojar a la más degradada mujer de nuestras ciudades!
 
"¿Por qué todas las naciones Católico-romanas son inferiores a las naciones pertenecientes al Protestantismo? Solamente puede encontrarse la solución a esa cuestión en el confesionario. ¿Y por qué son todas las naciones Católico-romanas degradadas en la medida que se someten a sus sacerdotes? Porque cuando más frecuentemente los individuos que componen esas naciones van a confesarse, más rápidamente se hunden en los terrenos de la inteligencia y la moralidad. Un terrible ejemplo de la depravación de la confesión auricular ha ocurrido recientemente en mi propia familia.
 
"Como he dicho hace un momento, yo estaba en contra de que mi propia hija fuera a confesarse, pero su pobre madre, que está bajo el control del sacerdote, fervientemente quería que ella fuera. Para no tener una escena desagradable en mi casa, tuve que ceder ante las lágrimas de mi esposa.
 
"El día posterior a la confesión, ellas creyeron que yo estaba ausente, pero estaba en mi oficina, con la puerta lo suficientemente abierta como para oír todo lo que podía ser dicho por mi esposa y la niña. Y la siguiente conversación tomó lugar:
 
"'¿Qué te hace tan pensativa y triste, mi querida Lucy, desde que fuiste a confesarte? Me parece que deberías sentirte más feliz desde que tuviste el privilegio de confesar tus pecados.'
 
"Mi hija no respondió una palabra; ella permaneció absolutamente en silencio.
 
"Después de dos o tres minutos de silencio, oí a la madre diciendo: '¿Por qué lloras, mi querida Lucy? ¿Estás enferma?'
 
"¡Pero todavía no hubo respuesta de la niña!"
 
Ustedes bien pueden suponer que yo estaba con toda la atención; tenía mis sospechas particulares acerca del terrible misterio que había tomado lugar. Mi corazón latía con inquietud y enojo.
 
"Después de un breve silencio, mi esposa hablo de nuevo a su hija, pero con la suficiente firmeza como para que se decidiera finalmente a contestar. En una voz temblorosa, ella dijo:
 
"'¡Oh! querida mamá, si supieras lo que el sacerdote me preguntó, y lo que me dijo cuando me confesaba, quizás estarías tan triste como yo.'
 
"'¿Pero qué puede haberte dicho? Él es un hombre santo, debes haberle entendido mal, si piensas que él ha dicho algo impropio.'
 
"Mi niña se echó en los brazos de su madre, y contestó con una voz, medio sofocada con sus sollozos: 'No me pidas que te diga lo que dijo el sacerdote—eso es tan vergonzoso que no puedo repetirlo—sus palabras se han adherido a mi corazón como la sanguijuela puesta en el brazo de mi pequeño amigo, el otro día.'
 
"'¿Qué piensa de mí el sacerdote, para haberme hecho tales preguntas?'
 
"Mi esposa contestó: 'Iré al sacerdote y le enseñaré una lección. Yo misma he notado que él va demasiado lejos cuando interroga a las personas de edad, pero tenía la esperanza de que era más prudente con los niños. Te pido, sin embargo, que nunca hables de esto con nadie, especialmente no dejes que tu pobre padre sepa algo de esto, porque él ya tiene bastante poco de religión, y esto le dejaría sin nada en absoluto'.
 
"Yo no pude refrenarme más tiempo: abruptamente entré a la sala. Mi hija se arrojó en mis brazos; mi esposa gritó con terror, y casi cayó desmayada. Yo dije a mi niña: 'Si me amas, pon tu mano sobre mi corazón, y prométeme que nunca irás a confesarte nuevamente. Teme a Dios, mi niña, y camina en su presencia. Porque sus ojos te ven en todas partes. Recuerda que Él siempre está presto para perdonarte y bendecirte cada vez que vuelvas tu corazón a Él. Nunca te pongas de nuevo a los pies de un sacerdote, para ser contaminada y degradada'.
 
"Mi hija me prometió esto.
 
"Cuando mi esposa se recuperó de su sorpresa, le dije:
 
"'¡Señora, hace mucho que el sacerdote llegó a ser todo, y tu esposo nada para ti! Hay un poder oculto y terrible que te gobierna; este es el poder del sacerdote; tú has negado esto frecuentemente, pero ya no puede ser negado más; la Providencia de Dios ha decidido hoy que este poder sería destruido para siempre en mi casa; yo quiero ser el único gobernante de mi familia; desde este momento, el poder del sacerdote sobre ti es abolido para siempre. Cuando vayas y lleves tu corazón y tus secretos a los pies del sacerdote, sé tan amable como para no regresar más a mi casa como mi esposa'".
 
Esta es una de las miles de muestras de la paz de conciencia traída al alma por medio de la confesión auricular. Si fuera mi intención publicar un tratado sobre este asunto, podría dar muchos ejemplos similares, pero como solamente deseo escribir un capítulo breve, citaré como evidencia sólo un hecho más para mostrar el terrible engaño practicado por la Iglesia de Roma, cuando invita a las personas a que vayan a confesarse, bajo el pretexto de que la paz para el alma será el premio de su obediencia. Oigamos el testimonio de otro testigo vivo e irreprochable, acerca de esta paz del alma, antes, durante, y después de la confesión auricular. En su sobresaliente libro, "Experiencia Personal del Catolicismo Romano", la señorita Eliza Richardson escribe (en las páginas 34 y 35): *
 
* Esta señorita Richardson es una bien conocida dama Protestante, de Inglaterra, que se hizo Romanista llegando a ser una monja, y volvió a su iglesia Protestante, después de cinco años de experiencia personal en el Papismo. Ella todavía vive como un testigo irrefutable de la depravación de la confesión auricular.
 
"De tal manera silencié mis necias objeciones, y continué para probar el fervor y sinceridad de un converso por la confesión. Y, aquí, estaba sin duda una vigorosa fuente de pena e inquietud, y una no tan fácilmente vencida. ¡La teoría había aparecido, como un todo, justa y racional; pero la realidad, en algunos de sus detalles, era terrible!
 
"Desnudado, para la mirada del público, de sus más oscuros ingredientes, y engalanado, en sus obras teológicas, con falsas y engañosas pretensiones de verdad y pureza, se exhibió un dogma sólo calculado para imponer una influencia benéfica sobre la humanidad, y para resultar una fuente de moralidad y provecho. Pero oh, como con todos los ideales, ¿cuán diferente era lo real?
 
"Aquí, sin embargo, puedo observar, de paso, el efecto producido sobre mi mente por el primer examen de las ediciones más antiguas de 'el Jardín del Alma'. Recuerdo la piedra de tropiezo que fue para mí; mi sentido de delicadeza femenina fue conmocionado. Fue una página oscura en mi experiencia cuando por vez primera me arrodillé a los pies de un hombre mortal para confesar lo que debía haber sido dirigido a los oídos de Dios solo. No puedo demorarme sobre esto . . . . . Aunque creo que mi confesor era, en general, cauto en la misma medida que era amable, en algunas cosas fui extrañamente sorprendida, totalmente confundida.
 
"La pureza de pensamiento y la delicadeza con las que había sido educada, no me habían preparado para semejante experiencia; y mi propia sinceridad, y mi temor de cometer un sacrilegio, tendían a aumentar el dolor de la ocasión. Una circunstancia, especialmente, recordaré, que mi conciencia encadenada me convenció que estaba obligada a nombrar. Mi tribulación y terror, indudablemente, me hizo menos explícita de lo que de otra forma podría haber sido. El interrogatorio, no obstante, la hizo resurgir, y las ideas proporcionadas por éste, provocaron mis sentimientos a tal grado, que olvidando todo respeto por mi confesor, e incluso sin cuidar, en ese momento, si recibiría o no la absolución, impulsivamente exclamé, 'no puedo decir una palabra más', mientras en mi mente entraba el pensamiento, 'es verdad todo lo que sus enemigos dicen de ellos'. Aquí, sin embargo, la prudencia dictó a mi interrogador que no continuara con el asunto más allá; y el tono amable y casi respetuoso que inmediatamente asumió, lograron borrar una impresión tan injuriosa. Al levantarme de mis rodillas, cuando gustosamente habría escapado a cierta distancia antes que haber encontrado su mirada, él me habló de la forma más familiar sobre diferentes temas, y me detuvo algún tiempo hablando. Nunca supe que parte tomé en la conversación, y todo lo que recuerdo, fue el ardor en las mejillas, y la incapacidad para levantar mis ojos del suelo.
 
"Aquí no debe suponerse que intencionadamente estoy poniendo un estigma sobre un individuo. Ni estoy arrojando culpas inadecuadas sobre el clero. Es el sistema el que está errado, un sistema que enseña que las cosas, incluso ante el recuerdo de las cuales la humanidad degradada debe sonrojarse en la presencia del cielo y sus ángeles, deberían ser reveladas, meditadas, y expuestas en detalle, ante los manchados oídos de un corrupto y caído prójimo mortal, quien, de semejantes pasiones que el penitente a sus pies, está por lo tanto expuesto a las más oscuras y peligrosas tentaciones. ¿Pero qué diremos de la mujer? ¡Corre un velo! ¡Oh pureza, recato! ¡y todo sentimiento femenino! ¡un velo como olvido, sobre la terriblemente peligrosa experiencia a través de la cual eres llamada a pasar!" (Páginas 37 y 38).
 
"¡Ah! ¡hay cosas que no pueden ser recordadas! Hechos demasiado sorprendentes, y al mismo tiempo muy delicadamente complicados, para admitir una descripción pública, para reunir la mirada pública; pero la mejilla puede sonrojarse en secreto ante las genuinas imágenes que evoca la memoria, y la mente oprimida se sobresalta con horror por las sombras oscuras que la han entristecido y abrumado. Yo apelo a quienes se convirtieron, a las convertidas del sexo más débil, y les pregunto, osadamente les pregunto, ¿cuál fue la primer impresión hecha en sus mentes y sentimientos por el confesionario? No pregunto cuando la posterior familiarización debilitó los efectos; sino cuando fue hecho el primer conocimiento de esto, ¿cómo fueron afectadas por esto? No cómo lo fue la impura, la ya manchada, porque para la tal esto es tristemente susceptible de ser hecho una más oscura fuente de culpa y vergüenza, apelo a la pura de mente y la delicada, la pura de corazón y sentimiento. ¿No fue la primera impresión de ustedes una de inexpresable temor y perplejidad, seguida por un sentimiento de humillación y degradación no fácil de ser definido o soportado?" (Página 39). "El recuerdo de ese tiempo, [la primer confesión auricular], siempre será penoso y aborrecible para mí; aunque la experiencia posterior ha arrojado incluso eso distante, en la lejanía. Eso fue mi lección inicial sobre cuestiones que nunca deberían entrar en la imaginación de la juventud femenina; mi introducción en una región que nunca debería acercarse la inocente y la pura." (Página 61). "Una o dos personas (Católicas Romanas) pronto establecieron una estrecha intimidad conmigo, y hablaban con una libertad y llaneza que yo nunca antes había encontrado. Mis amistades, sin embargo, habían sido criadas en conventos, o estuvieron allegadas a ellos por años, y yo no podía contradecir sus afirmaciones.
 
Yo era reacia a creer más de lo que había experimentado. La prueba, sin embargo, estaba destinada a venir en una forma no dudosa en un día cercano...... ¡Una oscura y manchada página de experiencia fue rápidamente abierta sobre mí; pero tan poco acostumbrado estaba el ojo que la examinó, que yo apenas podía, repentinamente, creer en su verdad! Y eso fue de una hipocresía tan aborrecible, de un sacrilegio tan terrible, y un abuso tan grosero de todas las cosas puras y santas, y en la persona de uno obligado por sus votos, por su posición, y, por cada ley de su Iglesia, así como las de Dios, a poner un ejemplo elevado, que, por un tiempo, toda confianza en la misma existencia de la sinceridad y la bondad estaba en peligro de ser conmovida; los sacramentos, estimados más sagrados, fueron profanados; votos desdeñados, el alardeado secreto del confesionario solapadamente quebrantado, y su santidad forzada para un propósito impío; mientras incluso la visita privada fue convertida en un canal para la tentación, y fue hecha la ocasión de malvada libertad de palabras y conducta. Así corrió el relato de la maldad, y este fue un terrible relato. Por éste todos los pensamientos serios de religión fueron casi extinguidos. La influencia fue espantosa y contaminante, el torbellino de la conmoción inenarrable; no puedo entrar en pequeños detalles aquí, todo sentido de delicadeza femenina y de sensibilidad como mujer rehuye semejante tarea. Como mucho, no obstante, puedo decir, que junto a otras dos jóvenes amigas, hicimos un viaje hasta un confesor, un residente de una casa religiosa, quien vivía a cierta distancia, para exponer el asunto ante él, pensando que él tomaría algunas medidas correctivas adecuadas a la urgencia del caso. Él oyó nuestras declaraciones unidas, expresó gran indignación, y en seguida nos encomendó a cada una de nosotras que escribiéramos y detalláramos las circunstancias del caso al Obispo del distrito. Hicimos esto, pero por supuesto nunca oímos el resultado. Los recuerdos de estos lúgubres y desgraciados meses parecen ahora como un horrible y repudiable sueño. ¡Esto fue una verdadera familiarización con las cosas más inicuas!" (Página 63).
 
"La religión de Roma enseña que si usted omite nombrar algo en la confesión, a pesar de ser repugnante o repulsivo a la pureza, algo que incluso usted dude de haber cometido, sus confesiones posteriores son así hechas nulas y sacrílegas; porque se inculca que los pecados de pensamiento deben ser confesados para que el confesor pueda juzgar su carácter mortal o venial. Qué clase de cadena se ata con esto alrededor de los estrictamente concienzudos, yo intentaría describirla si pudiera. ¡Pero se la debe haber llevado para entender su carácter torturante! ¡Es suficiente decir que, en los meses pasados, yo no había hecho de manera alguna una buena confesión! Y ahora, llena con remordimiento por mi pecaminosidad sacrílega pasada, resolví hacer una nueva confesión general al religioso aludido. Pero la escrupulosidad de este confesor excedió todo lo que yo había encontrado hasta ese momento. Él me dijo que algunas cosas eran pecados mortales las cuales yo nunca antes había imaginado que podían serlo, y así arrojó tantas cadenas alrededor de mi conciencia, que fue despertada dentro mío una hueste de ansiedades por mi primer confesión general. No tuve otra salida, entonces, sino rehacerla, y así entré renovada en la amarga senda que había creído que nunca más tendría ocasión de transitar. Pero si mi primer confesión había lacerado mis sentimientos, ¿qué era aquella ante esta? Las palabras no tienen poder, el lenguaje no tiene expresión para caracterizar la emoción que la distinguió.
 
"La dificultad que sentí para hacer una declaración completa y explícita de todo lo que me angustiaba, habilitó a mi confesor con una excusa para su ayuda en la oficina de interrogación, y de buena gana ocultaría mucho de lo que pasó entonces como una sucia mancha sobre mi memoria. Pronto encontré que él consideraba pecados mortales a los que mi primer confesor había aceptado tratar sólo superficialmente, y no tuvo escrúpulos en decir que yo nunca todavía había hecho un buena confesión en absoluto. Mis ideas, por lo tanto, se volvían más complejas y confusas en la medida que avanzaba, hasta que, finalmente, comencé a sentirme en dudas de alguna vez culminar mi tarea en algún grado satisfactoriamente; y mi mente y memoria estaban absolutamente atormentadas para recordar cada iota de cualquier clase, real o imaginaria, que podría si fuera omitida, ser más adelante ocasión de preocupación. ¡Las cosas, anteriormente consideradas comparativamente leves, fueron vueltas a enumerar, y fueron declaradas pecados condenables; y como, día tras día, me arrodillaba a los pies de ese hombre, respondiendo preguntas y escuchando admoniciones calculadas para abatir mi alma hasta el polvo, me sentía como si difícilmente podría ser capaz de levantar mi cabeza de nuevo!
 
(Página 63).
 
¡Esta es la paz que fluye de la confesión auricular! Yo declaro solemnemente que, excepto en unos pocos casos, en los cuales la confianza de los penitentes está al borde de la imbecilidad, o en los casos en que han sido transformados en bestias inmorales, nueve décimos de las multitudes que van a confesarse son obligados a relatar unas historias tan desconsoladoras como aquella de la señorita Richardson, cuando son lo suficientemente honestos para decir la verdad.
 
Los apóstoles más fanáticos de la confesión auricular no pueden negar que el examen de conciencia que debe preceder a la confesión, es una tarea de lo más dificultosa, una tarea que, en vez de llenar la mente con paz, la llena con ansiedad y severos temores. ¿Es solamente entonces después de la confesión que ellos prometen tal paz? Pero ellos saben muy bien que esta promesa también es un cruel engaño. . . . . porque para hacer una buena confesión el penitente debe relatar no solamente sus malas acciones, sino todos sus malos pensamientos y deseos, sus cantidades y diversas circunstancias agravantes. ¿Pero han ellos encontrado a uno solo de sus penitentes que estuviera seguro de haber recordado todos los pensamientos, los deseos, todas las inclinaciones criminales del pobre corazón pecador? Ellos son bien conscientes que enumerar los pensamientos de la mente de días y semanas pasados, y narrar precisamente esos pensamientos en un período posterior, es exactamente igual de fácil que evaluar y contar las nubes que han pasado sobre el sol durante una tormenta de tres días, un mes después de que esa tormenta ha terminado. ¡Es simplemente imposible—absurdo! Esto nunca fue hecho, esto nunca será hecho. Pero no hay paz posible mientras el penitente no esté seguro de que ha recordado, contado, y confesado cada pasado pecaminoso pensamiento, palabra y obra. Esto es, entonces, imposible, ¡sí! es moralmente y físicamente imposible para un alma encontrar paz por medio de la confesión auricular. Si la ley que dice a todo pecador: "Tú estás obligado, bajo pena de eterna condenación, a recordar todos tus malos pensamientos y a confesarlos con lo mejor de tu memoria", no fuera tan evidentemente una invención satánica, debería ser puesta entre las más infames ideas que han surgido jamás del cerebro del hombre caído. Porque ¿quién puede recordar y contar los pensamientos de una semana, de un día, más aún, de una hora de esta vida pecaminosa?
 
¿Dónde está el viajero que ha cruzado las selvas pantanosas de Norteamérica, durante los tres meses de clima cálido, que podría decir el número de mosquitos que le han picado y sacado la sangre de las venas? ¿Qué pensaría aquel viajero del hombre que, seriamente, le dijera: "Debes prepararte para morir, si no me dices, con lo mejor de tu memoria, cuantas veces has sido mordido por los mosquitos los últimos tres meses del verano, cuando cruzaste las tierras pantanosas a lo largo de las costas de los ríos Mississippi y Missouri"? ¿No sospecharía él que su inmisericorde interrogador ha escapado de un asilo para lunáticos?
 
Pero sería mucho más fácil para ese viajero decir cuantas veces ha sufrido las picaduras de los mosquitos, que para el pobre pecador contar los malos pensamientos que han pasado por su pecaminoso corazón, a través de cualquier período de su vida.
 
Aunque al penitente se le dice que debe confesar sus pensamientos solamente de acuerdo con su mejor recuerdo, él nunca, jamás sabrá si ha hecho su mejor esfuerzo para recordar todo: constantemente temerá que no haya hecho lo mejor para enumerarlos y confesarlos correctamente.
 
Cualquier sacerdote honesto, si habla la verdad, inmediatamente, admitirá que sus más inteligentes y piadosos penitentes, especialmente entre las mujeres, están torturados constantemente por el temor de haber omitido confesar algunas obras o pensamientos pecaminosos. Muchos de ellos, ya después de haber hecho varias confesiones generales, están constantemente urgidos por el aguijoneo de sus conciencias, a comenzar de nuevo, con el temor de que su primer confesión tuvo algunos serios defectos. Aquellas pasadas confesiones, en vez de ser una fuente de gozo y paz espiritual, son, por el contrario, como muchas espadas de Damocles, suspendidas sobre sus cabezas día y noche, llenando sus almas con los terrores de una muerte eterna. A veces, las conciencias de aquellas mujeres honestas y piadosas angustiadas por el terror les dicen que no estuvieron lo suficientemente contritas; otras veces, ellas se reprochan por no haber hablado de manera suficientemente clara, sobre algunas cosas más apropiadas para hacerlas sonrojar.
 
En muchas ocasiones, también, ha sucedido que los pecados que un confesor ha declarado ser veniales, y que han dejado de ser confesados por mucho tiempo, otro más escrupuloso que el primero, declararía que son condenables. Todo confesor, entonces sabe bien que lo que ofrece es evidentemente falso, cada vez que él despide a sus penitentes, con la salutación: "Ve en paz, tus pecados te son perdonados".
 
Pero es un error decir que el alma no encuentra paz en la confesión auricular; en muchos casos, es encontrada paz. Y si el lector desea aprender algo de esa paz, que vaya al cementerio, abra las tumbas, y dé una mirada adentro de los sepulcros. ¡Qué horrendo silencio! ¡Qué profunda quietud! ¡Qué terrible y aterradora paz! Usted ni siquiera oye el movimiento de los gusanos que se arrastran adentro, y de los gusanos que se arrastran afuera, cuando festejan sobre el esqueleto inanimado. ¡Tal es la paz del confesionario! El alma, la inteligencia, el honor, el autorespeto, la conciencia, son, allí, sacrificados. ¡Allí ellos deben morir! Sí, el confesionario es la verdadera tumba de la conciencia humana, un sepulcro de la honestidad, la dignidad, y la libertad humanas; el cementerio del alma humana! Por su causa, el hombre, a quien Dios ha hecho a su propia imagen, es convertido en la semejanza de la bestia que perece; la mujer, creada por Dios para ser la gloria y la compañera del hombre, es transformada en la vil y temblorosa esclava del sacerdote. En el confesionario, el hombre y la mujer alcanzan el más alto grado de perfección papista; ellos llegan a ser como palos secos, como ramas muertas, como silenciosos cadáveres en las manos de sus confesores. Sus espíritus son destruidos, sus conciencias son hechas tiesas, sus almas son arruinadas.
 
Este es el supremo y perfecto resultado alcanzado, en sus más elevadas victorias, por la Iglesia de Roma.
 
Verdaderamente, hay paz para ser encontrada en la confesión auricular—¡sí, pero es la paz de la tumba!
 
 
 

CAPÍTULO IX
 
EL DOGMA DE LA CONFESIÓN AURICULAR UNA SACRÍLEGA FALSÍA.

 
TANTO Católicos Romanos como Protestantes han caído en errores muy extraños en referencia a las palabras de Cristo: "A los que remitiereis los pecados, les son remitidos: a quienes los retuviereis, serán retenidos." (Juan xx. 23).
 
Los primeros han visto en este texto los inajenables atributos de Dios para perdonar y retener pecados transferidos a hombres pecadores; los segundos han cedido su posición de la forma más necia, aún cuando intentando refutar sus errores.
 
Un poco más de atención a la traducción de los versículos 3 y 6 del capítulo xiii de Levítico por la Septuaginta habría prevenido a los primeros de caer en sus sacrílegos errores, y habría salvado a los últimos de perder tanto tiempo en refutar errores que se refutan a sí mismos.
 
Muchos creen que la Biblia Septuaginta era la Biblia que fue generalmente usada por Jesucristo y el pueblo Hebreo en los días de nuestro Salvador. Su lenguaje fue posiblemente el hablado en los tiempos de Cristo y entendido por sus oyentes. Cuando se dirigía a sus apóstoles y discípulos sobre sus deberes hacia los leprosos espirituales a quienes ellos iban a predicar los caminos de salvación, Cristo constantemente seguía las mismas expresiones de la Septuaginta. Ella fue el fundamento de su doctrina y el testimonio de su misión divina a la cual apeló constantemente: el libro que era el mayor tesoro de la nación.
 
Desde el principio al fin del Antiguo y el Nuevo Testamento, la lepra corporal, con la que debía tratar el sacerdote Judío, es presentada como la figura de la lepra espiritual, el pecado, la penalidad del cual nuestro Salvador ha tomado sobre sí mismo, para que pudiéramos ser salvados por su muerte. Esa lepra espiritual era la verdadera cosa para cuya limpieza él había venido a este mundo—por la cual vivió, sufrió, y murió. Sí, la lepra corporal con la cual debían tratar los sacerdotes Judíos, era la figura de los pecados que Cristo iba quitar por el derramamiento de su sangre, y con los cuales sus discípulos iban a tratar hasta el fin del mundo.
 
Cuando hablando de los deberes de los sacerdotes hebreos hacia el leproso, nuestras traducciones modernas dicen: (Lev. xiii. v. 6), "Ellos lo declararán limpio." O (v. 3) "Ellos lo declararán impuro."
 
Pero esta acción de los sacerdotes fue expresada en una manera muy diferente por la Biblia Septuaginta, usada por Cristo y la gente de su tiempo. En vez de decir: "El sacerdote declarará limpio al leproso", como leemos en nuestra Biblia, la versión Septuaginta dice: "El sacerdote limpiará (katharei), o no limpiará (mianei) al leproso."
 
Nadie ha sido jamás tan tonto, entre los judíos, como para creer que porque su Biblia decía limpiará1 (katharei), sus sacerdotes tenían el poder milagroso y sobrenatural de quitar y curar la lepra; y en ningún lado vemos que los sacerdotes judíos hayan tenido la audacia para tratar de persuadir al pueblo que ellos habían recibido alguna vez algún poder sobrenatural y divino para "limpiar" la lepra, porque su Dios, por medio de la Biblia, había dicho de ellos: "Ellos limpiarán al leproso". Tanto el sacerdote como el pueblo eran lo suficientemente inteligentes y honestos para entender y reconocer que, por esa expresión, solamente se quería decir que el sacerdote tenía el derecho legal para ver si la lepra se había ido o no, ellos solamente debían mirar ciertas marcas indicadas por Dios mismo, por medio de Moisés, para saber si Dios había curado o no al leproso antes de que se presentara a su sacerdote. El leproso, curado solamente por la misericordia y poder de Dios, antes de que se presentara ante el sacerdote, solamente era declarado por ese sacerdote que estaba limpio. Así se dijo, por la Biblia, que el sacerdote estaba, para "limpiar" al leproso, o la lepra;—y en el caso opuesto para "no limpiar". (Septuaginta, Levítico xiii. v. 3, 6).
 
Ahora, pongamos lo que Dios ha dicho, por medio de Moisés, a los sacerdotes de la antigua ley, en referencia a la lepra corporal, frente a frente con lo que Dios ha dicho, por medio de su Hijo Jesús, a sus apóstoles y a su iglesia entera, en referencia a la lepra espiritual de la que Cristo nos ha librado en la cruz.
 
Biblia Septuaginta, Levítico xiii.
 
"Y el Sacerdote mirará a la llaga, en la piel de la carne, y si el pelo en la llaga se ha vuelto blanco, y si la llaga pareciera ser más profunda que la piel de su carne, ella es una llaga de lepra; y el sacerdote la reconocerá sobre él y NO LO LIMPIARÁ (mianei)
 
"Y el Sacerdote mirará de nuevo sobre él el día séptimo, y si la llaga está algo oscura y no se extiende sobre la piel, el Sacerdote LO LIMPIARÁ (katharei): y él lavará sus ropas y SERÁ LIMPIO" (katharos).
 
Nuevo Testamento, Juan xx. 23.
 
"A los que remitiereis los pecados, les son remitidos: a quienes los retuviereis, serán retenidos."
La analogía de las enfermedades con las cuales los sacerdotes hebreos y los discípulos de Cristo debían tratar, es notable: así la analogía de las expresiones prescribiendo sus respectivo deberes es también notable.
 
Cuando Dios dijo a los sacerdotes del Antiguo Pacto: "limpiaréis al leproso", y él será "limpiado", o "no limpiaréis al leproso", y él "no será limpiado", Él solamente dio el poder para ver si había algunos signos o indicaciones por los cuales ellos podían decir que Dios había curado al leproso antes de que se presentara al sacerdote. Así, cuando Cristo dijo a sus apóstoles y a toda su iglesia, "A los que remitiereis los pecados, les son remitidos", él solamente les dio la autoridad para decir cuando los leprosos espirituales, los pecadores, se habían reconciliado con Dios, y recibido su perdón de parte de él y sólo de él, previamente a acudir a los apóstoles.
 
Es verdad que los sacerdotes del Antiguo Pacto tenían regulaciones de Dios, a través de Moisés, que debían seguir, por medio de las cuales podían ver y decir si la lepra se había ido o no.
 
Si la llaga no se extiende sobre la piel. . . . . el sacerdote lo limpiará. . . . . pero si el sacerdote ve que la costra se extiende sobre la piel, es lepra: "no le limpiará" . (Septuaginta, Levítico. xiii. 3, 6).
 
Alguno podría estar convencido que Cristo ese día habló en hebreo y no en griego, y usó el Antiguo Testamento en hebreo, solamente debemos decir que el hebreo es exactamente igual al griego—es dicho que el sacerdote estaba para limpiar o no limpiar según fuera el caso, exactamente como en la Septuaginta.
 
Así Cristo ha dado a sus apóstoles y a su iglesia entera igualmente, reglas y marcas infalibles para determinar si la lepra espiritual se hubo ido, para que ellos pudieran limpiar al leproso y decirle:
 
yo te limpio, perdono tus pecados,
 
o:
 
no te limpio, retengo tus pecados. [N. de t.: no que nosotros todos los verdaderos creyentes, como sacerdotes de Dios (1 Pedro 2:9), debamos decir literalmente estas palabras al pecador que recibió la Salvación POR LA FE EN LA OBRA DE CRISTO, porque así podríamos dar a entender que nosotros tenemos el poder de perdonar, pero el autor quiere decir que nosotros somos encargados de declarar o aseverar a ese pecador arrepentido, que conforme a la Palabra de Dios él está perdonado y definitivamente salvado.]
 
Tendría, verdaderamente, muchos pasajes del Antiguo y el Nuevo Testamentos para copiar, si fuera mi intención reproducir todas las marcas dadas por Dios mismo, a través de sus profetas, o por Cristo y los apóstoles, que sus embajadores podrían conocer cuando debieran decir al pecador que fue librado de sus iniquidades. Daré sólo unos pocos.
 
Primero: "Y les dijo: Id por todo el mundo; predicad el evangelio a toda criatura.
 
"El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado. (Marcos xvi. 15, 16).
 
¡Qué extraña falta de memoria en el Salvador del Mundo! ¡Él ha olvidado enteramente que la "confesión auricular", además de la fe y el bautismo es necesaria para ser salvados! [N. de t.: Es oportuno aclarar que la fe es la causa esencial de la salvación y el bautismo es una consecuencia o evidencia de ella. El bautismo es un TESTIMONIO público de la identificación del bautizado con la muerte y resurrección de Cristo (Romanos 6:3,4). Pero la salvación es consumada con la FE SALVADORA que se apropió de la obra de Cristo (Efesios 1:13). Aquí en Marcos el Señor resalta que la condenación es sólo por no creer. El bautismo es una evidenciación de la fe (Hechos 10:44-48]. Para aquellos que creen y son bautizados, los apóstoles y la iglesia son autorizados por Cristo a decir:
 
"¡Estás salvado! ¡Tus pecados están perdonados: yo te limpio!"
 
Segundo: "Y entrando en la casa, saludadla.
 
"Y si la casa fuere digna, vuestra paz vendrá sobre ella; mas si no fuere digna, vuestra paz se volverá a vosotros.
 
"Y cualquiera que no os recibiere, ni oyere vuestras palabras, salid de aquella casa o ciudad, y sacudid el polvo de vuestros pies.
 
"De cierto os digo, que el castigo será más tolerable a la tierra de los de Sodoma y de los de Gomorra en el día del juicio, que a aquella ciudad." (Mateo x. 12-15).
 
Aquí, nuevamente, el Gran Médico dice a los discípulos cuando se irá la lepra, los pecados serán perdonados, el pecador purificado. Cuando los leprosos, los pecadores, hayan dado la bienvenida a sus mensajeros, oído y recibido su mensaje. Ninguna palabra acerca de la confesión auricular; esta gran panacea del Papa fue evidentemente ignorada por Cristo.
 
Tercero: "Porque si perdonareis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial. Mas si no perdonareis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas." (Mateo vi. 14,15).
 
¿Era posible dar a los apóstoles y a los discípulos una regla más impresionante y simple para que pudieran saber cuando podían decir a un pecador: "¡Tus pecados están perdonados!" o, "tus pecados son retenidos"? ¡Aquí las llaves dobles del cielo son dadas públicamente de la forma más solemne a cada hijo de Adán! ¡Tan seguro como que hay Dios en el cielo y que Jesús murió para salvar a los pecadores, así es seguro que si uno perdona las ofensas de sus prójimos por amor del querido Salvador, al creer en él, sus propios pecados han sido perdonados! Hasta el fin del mundo, entonces, que los discípulos de Cristo digan al pecador: "Tus pecados son perdonados", no porque hayas confesado a mí tus pecados, sino por el amor de Cristo; la evidencia de lo cual es que tú has perdonado a aquellos que te han ofendido.
 
Cuarto: " Y he aquí, un doctor de la ley se levantó, tentándole y diciendo: Maestro, ¿haciendo qué cosa poseeré la vida eterna?
 
"Y Él dijo: ¿Qué está escrito de la ley? ¿cómo lees?
 
"Y Él respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de todas tus fuerzas, y de todo tu entendimiento; y a tu prójimo como a ti mismo.
 
"Y díjole: Bien has respondido: haz esto, y vivirás." (Lucas x. 25-28).
 
¡Qué buena oportunidad para que el Salvador hablara de la "confesión auricular" como un medio dado por él para ser salvados! Pero aquí nuevamente Cristo olvida esa maravillosa medicina de los Papas. Jesús, hablando absolutamente como los Protestantes, ordena que sus mensajeros proclamen perdón, remisión de pecados, no para aquellos que confiesan sus pecados al hombre, sino para aquellos que aman a Dios y a sus prójimos. ¡Y así harán sus verdaderos discípulos y mensajeros hasta el fin del mundo! [N. de t.: Recordemos que todas estas son evidencias de la salvación, cuya única causa es siempre la FE EN CRISTO ejercida un momento único de nuestra vida, y esa fe va acompañada por el nuevo nacimiento, que es el recibir y ser sellados de una vez y para siempre por el Espíritu Santo, por lo cual el nuevo cristiano está habilitado ahora para hacer obras que evidencian su salvación, (Juan 1:12, Efesios 2:8, 9).]
 
Quinto: "Y (el hijo pródigo) volviendo en sí, dijo: Me levantaré, e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.
 
"Y levantándose, vino a su padre. Y como aun estuviese lejos, viólo su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y echóse sobre su cuello, y besóle.
 
"Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo, y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.
 
"Mas el padre dijo a sus siervos: Sacad el principal vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y zapatos en sus pies. Y traed el becerro grueso. Porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; habíase perdido, y es hallado." (Lucas xv. 17-24).
 
Apóstoles, y discípulos de Cristo, dondequiera oyereis, en esta tierra de pecado y miseria, el grito del Hijo Pródigo: "Me levantaré, e iré a mi padre", cada vez que lo vean, no a los pies de ustedes, sino a los pies de su verdadero Padre, gritando: "Padre, he pecado contra ti", unan vuestros himnos de gozo a los felices cánticos de los ángeles de Dios; repitan a los oídos de ese redimido pecador la sentencia recién salida de los labios del Cordero, cuya sangre nos limpia de todos nuestros pecados; díganle: "Tus pecados están perdonados".
 
Sexto: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga." (Mateo xi. 28-30).
 
Aunque estas palabras fueron pronunciadas más de 1.800 años atrás, ellas fueron pronunciadas esta misma mañana; ellas llegan a toda hora del día y la noche desde los labios y el corazón de Cristo a cada uno de nosotros los pecadores. Es ahora mismo que Jesús dice a todo pecador: "Venid a mí y yo os haré descansar". Cristo nunca ha dicho y nunca dirá a pecador alguno: "Id a mis sacerdotes y ellos les darán descanso". Pero él ha dicho: "Venid a mí, y yo os haré descansar".
 
Que los apóstoles y discípulos del Salvador, entonces, proclamen paz, perdón y descanso, no a los pecadores que vienen a confesarles sus pecados, sino a aquellos que van a Cristo, y a él solo, por paz, perdón y descanso. Porque "Venid a mí", desde los labios de Jesús, nunca ha significado—y nunca significará—"Id y confesad a los sacerdotes".
 
Cristo nunca hubiera dicho: "Mi yugo es fácil, y ligera mi carga" si hubiera instituido la confesión auricular. Porque el mundo jamás ha visto un yugo tan pesado, humillante, y degradante, como la confesión auricular.
 
Séptimo: "Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en Él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna." (Juan iii. 14).
 
¿Requirió el Dios Todopoderoso alguna confesión auricular en el desierto, a los pecadores, cuando ordenó a Moisés que levantara la serpiente? ¡No! Ni tampoco Cristo habló de la confesión auricular como una condición de la salvación a aquellos que miraran a Él cuando murió sobre la Cruz para pagar sus deudas. Un perdón gratuito fue ofrecido a los israelitas que miraron a la serpiente levantada. Un perdón gratuito es ofrecido por Cristo crucificado a aquellos que le miran con fe, arrepentimiento, y amor. A tales pecadores los ministros de Cristo, hasta el fin del mundo, están autorizados a decir: "Vuestros pecados están perdonados, limpiamos vuestra lepra".
 
Octavo: "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.
 
"Porque no envió Dios a su Hijo al mundo, para que condene al mundo, mas para que el mundo sea salvo por Él.
 
"El que en Él cree, no es condenado; mas el que no cree, ya es condenado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios.
 
"Y esta es la condenación: porque la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz; porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, porque sus obras no sean redargüidas.
 
"Mas el que obra verdad, viene a la luz, para que sus obras sean manifestadas que son hechas en Dios." (Juan iii. 16-21).
 
En la religión de Roma, es solamente a través de la confesión auricular que el pecador puede ser reconciliado con Dios; es sólo después que ha oído la más detallada confesión de todos los pensamientos, deseos, y acciones de un culpable que él puede decirle: "Tus pecados son perdonados". Pero en la religión del Evangelio, la reconciliación del pecador con su Dios es absolutamente y enteramente la obra de Cristo. Ese maravilloso perdón es un don gratuito ofrecido no por algún acto exterior del pecador: nada le es requerido excepto fe, arrepentimiento, y amor. Estas son las marcas por las cuales se conoce que la lepra está curada y los pecados perdonados. A todos aquellos que tienen estas marcas, los embajadores de Cristo son autorizados a decir, "Tus pecados están perdonados, te limpiamos".
 
Noveno: "El publicano estando lejos no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que hería su pecho, diciendo: Dios, sé propició a mí pecador.
 
"Os digo que éste descendió a su casa justificado." (Lucas xviii. 13-14). ¡Sí! ¡Justificado! ¡Y sin confesión auricular!
 
Ministros y discípulos de Cristo, cuando vean al pecador arrepentido golpeando su pecho y gritando: "¡Oh, Dios!, ¡ten misericordia de mí pecador!" cierren sus oídos a las engañosas palabras de Roma, o de su horrible apéndice los Ritualistas, que les hablan de forzar a aquel pecador redimido para que haga ante ustedes una confesión especial de todos sus pecados para obtener perdón. Pero vayan a él y entréguenle el mensaje de amor, paz, y misericordia, que recibieron de Cristo: "¡Tus pecados están perdonados! ¡Yo te 'limpio'!"
 
Décimo: "Y uno de los malhechores que estaban colgados, le injuriaba, diciendo: Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros.
 
"Y respondiendo el otro, reprendióle, diciendo: ¿Ni aun tú temes a Dios, estando en la misma condenación?
 
"Y nosotros, a la verdad, justamente padecemos; porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos: mas éste ningún mal hizo.
 
"Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vinieres a tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso." (Lucas xxiii. 39-43).
 
¡Sí, en el Paraíso del Reino de Cristo, sin la confesión auricular! Desde el Calvario, cuando sus manos están clavadas a la cruz, y su sangre es derramada, Cristo protesta contra la gran falsedad de la confesión auricular. Jesús será, hasta el fin del mundo, lo que él fue, allí, en la cruz: el amigo de los pecadores; siempre pronto para oír y perdonar a aquellos que invocan su nombre y confían en él.
 
Discípulos del evangelio, dondequiera oigan el clamor del pecador arrepentido al Salvador crucificado:
"Acuérdate de mí cuando vinieres a tu reino", vayan y den la seguridad a aquel penitente redimido hijo de Adán, de que "sus pecados están perdonados:" —"limpien al leproso".
 
Undécimo: "Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos; y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar." (Isaías lv. 7).
 
"Lavad, limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de ante mis ojos; dejad de hacer lo malo: Aprended a hacer bien: buscad juicio, restituid al agraviado, oid en derecho al huérfano, amparad a la viuda.
 
"Venid luego, dirá Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos: si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana." (Isaías i. 16-18).
 
¡Aquí están los mojones de la misericordia de Dios, puestos por sus propias manos omnipotentes! ¿Quién osará removerlos para poner otros en su lugar? ¿Cristo ha tocado alguna vez estos mojones? ¿Alguna vez insinuó que algo excepto fe, arrepentimiento, y amor, con sus benditos frutos, eran requeridos al pecador para asegurar su perdón? No—nunca.
 
 
¿Alguna vez los profetas del Antiguo Testamento o los apóstoles del Nuevo, dijeron una palabra sobre la "confesión auricular", como una condición para el perdón? No—nunca.
 
¿Qué dice David?: "Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Confesaré, dije, contra mí mis rebeliones á Jehová; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado." (Salmos xxxii. 5).
 
¿Qué dice el apóstol Juan?: "Si nosotros dijéremos que tenemos comunión con Él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no hacemos la verdad;
 
"Mas si andamos en luz, como Él está en luz, tenemos comunión entre nosotros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.
 
"Si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no hay verdad en nosotros.
 
"Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad." (1 Juan i. 6-9).
 
Este es el lenguaje de los profetas y los apóstoles. Este es el lenguaje del Antiguo y el Nuevo Testamento. Se requiere que el pecador confiese sus pecados a Dios y a Él solo. Es de Dios y de Él solo que puede esperar su perdón.
 
El apóstol Pablo escribió catorce epístolas, en las cuales habla de todos los deberes impuestos por las leyes de Dios sobre la conciencia humana y las prescripciones del Evangelio de Cristo. Mil veces habla a los pecadores, y les dice como pueden ser reconciliados con Dios. ¿Pero dice alguna palabra sobre la confesión auricular? ¡No—ninguna!
 
Los apóstoles Pedro, Juan y Judas, envían seis cartas a las diferentes iglesias, en las cuales dicen, con los mayores detalles, lo que las diferentes clases de pecadores deben hacer para ser salvados. Pero nuevamente, ninguna palabra sale de ellos acerca de la confesión auricular.
 
Santiago dice: "Confesaos vuestras faltas unos a otros". Pero esto es tan evidentemente la repetición de lo que había dicho el Salvador acerca de la forma de reconciliarse entre aquellos que se habían ofendido unos a otros, y está tan lejos del dogma de una confesión secreta al sacerdote, que los más celosos defensores de la confesión auricular no han osado mencionar ese texto en favor de su moderna invención.
 
Pero si buscamos en vano en el Antiguo y Nuevo Testamentos una palabra en favor de la confesión auricular como un dogma, ¿será posible encontrar ese dogma en los registros de los primeros mil años del Cristianismo? ¡No! Cuanto más alguno estudia los registros de la Iglesia Cristiana durante aquellos primeros diez siglos, más será convencido de que la confesión auricular es una miserable impostura de los días más oscuros del mundo y la iglesia. Y así sucede con las vidas de los antiguos padres de la iglesia. No se dice ninguna palabra de que ellos confesaran sus pecados a alguien, aunque se dicen mil cosas de ellos, que son de un carácter mucho menos interesante.
 
Así es con la vida de Santa María, la Egipcia. La minuciosa historia de su vida, sus escándalos públicos, su conversión, sus largas oraciones y ayunos en soledad, la detallada historia de sus últimos días y de su muerte, tenemos todo esto; pero no se dice palabra alguna de su confesión a nadie. Es evidente que ella vivió y murió sin jamás haber pensado ir a confesarse. [N. de t.: El autor usa en estos párrafos las palabras "san" o "santa" puestas junto al nombre de algunos creyentes de la historia, pero se aclara que este título otorgado solamente a ciertas personas por la Iglesia Católica no se corresponde con la calificación que el Nuevo Testamento hace de todos los cristianos como santos y que significa separados por Dios de este mundo perdido y tan pecaminoso, (1 Corintios 1:2; Efesios 1:1, etc.)]
 
El diácono Pontius escribió también la vida de San Cipriano, quien vivió en el siglo tercero; pero no dice palabra alguna de que San Cipriano hubiera ido alguna vez a confesarse, o hubiera oído la confesión de nadie. Más que eso, aprendemos de este confiable historiador que Cipriano fue excomulgado por el Papa de Roma, llamado Esteban, y que murió sin haber pedido jamás a alguno la absolución de esa excomunión; una cosa que por lo visto no le impidió ir al Cielo, ya que los infalibles Papas de Roma, que sucedieron a Esteban, nos han asegurado que él, [Cipriano], es un santo.
 
Gregorio de Nicea nos ha dado la vida de San Gregorio, de Neo-Cesarea, del siglo tercero, y de San Basilio, del siglo cuarto. Pero no habla de que hayan ido a confesarse, o de que hayan oído la confesión auricular y secreta de alguno. Es así evidente que aquellos dos grandes y buenos hombres, al igual que todos los cristianos de sus tiempos, vivieron y murieron sin jamás conocer algo sobre el dogma de la confesión auricular.
 
Tenemos la interesante vida de San Ambrosio, del siglo cuarto, por Paulinus; y por ese libro es evidente, tanto como que dos más dos son cuatro, que San Ambrosio nunca fue a confesarse.
 
La historia de San Martín, de Tours, del siglo cuarto, por Severus Sulpicius, del siglo quinto, es otro memorial dejado por la antigüedad para probar que no había dogma de la confesión auricular en aquellos días; porque San Martín evidentemente vivió y murió sin jamás ir a confesarse.
 
Palas y Teodoreto nos han dejado la historia de la vida, sufrimientos, y muerte de San Crisóstomo, Obispo de Constantinopla, quien murió al comienzo del siglo quinto, y ambos son absolutamente mudos acerca de ese dogma. Ningún hecho es más evidente, por lo que ellos dicen, que ese santo y elocuente obispo vivió y murió sin jamás pensar en ir a confesarse.
 
Ningún hombre ha sido nunca más perfectamente esclarecido en los detalles de la vida cristiana, al escribir sobre ese asunto, que el erudito y elocuente San Jerónimo, del siglo quinto. Muchas de sus admirables cartas están escritas a los pastores de su tiempo, y a varias damas y vírgenes cristianas, quienes le habían pedido que les diera algunos buenos consejos acerca del mejor modo de llevar una vida cristiana. Sus cartas, que forman cinco volúmenes, son los más interesantes memoriales de las costumbres, hábitos, opiniones, moralidad, y fe práctica y dogmática de los primeros cinco siglos de la iglesia; ellas son la evidencia más irrefutable de que la confesión auricular, como dogma, en ese entonces no tenía existencia, y es una invención bastante moderna. ¿Sería posible que Jerónimo hubiera olvidado dar algunas recomendaciones o reglas acerca de la confesión auricular, a los pastores de su tiempo que pedían su consejo acerca del mejor modo de cumplir sus deberes ministeriales, si hubiera sido uno de sus deberes oír la confesión del pueblo? Pero nosotros desafiamos al más devoto sacerdote moderno de Roma a encontrar una sola línea en todas las cartas de San Jerónimo en favor de la confesión auricular. En su admirable carta al Pastor Nepotianus, sobre la vida de los pastores, vol. II., pág. 203, cuando habla de las relaciones de los pastores con las mujeres, él dice: "Solus cum sola, secreto et absque arbitrio, vel teste, non sedeas. Si familiarius est aliquid loquendum, habet nutricem. majorem domus, virginem, viduam, vel mari tatam; non est tam inhumana ut nullum praeter te habeat cui se audeat credere."
 
"Nunca te sientes en secreto, solo, en un lugar retirado, con una mujer que esté sola contigo. Si ella tiene alguna cosa particular para decirte, que ella tome la acompañante femenina de la casa, una muchacha joven, una viuda, o una mujer casada. Ella no puede ser tan ignorante de las reglas de la vida humana como para esperar tenerte como el único a quien pueda confiar esas cosas".
 
Sería fácil citar un gran número de otros notorios pasajes donde Jerónimo se mostró como el más decidido e implacable oponente de aquellas secretas entrevistas a solas entre un pastor y una mujer, que, bajo el razonable pretexto de consejo mutuo y consuelo espiritual, son generalmente no otra cosa que insondables pozos de infamia y perdición para ambos. Pero esto es suficiente.
 
Tenemos también la admirable vida de Santa Paulina, escrita por San Jerónimo. Y, aunque en ésta, él nos da todo detalle imaginable de su vida cuando joven, casada, y viuda; aunque nos dice incluso como su cama estaba compuesta de los materiales más simples y toscos; él no tiene palabra alguna acerca de que ella hubiera ido alguna vez a confesarse. Jerónimo habla de los conocidos de Santa Paulina, y da sus nombres; entra en los más pequeños detalles de sus largos viajes, sus beneficencias, su creación de monasterios para hombres y mujeres*, sus tentaciones, fragilidades humanas, virtudes heroicas, sus autocastigos, y su santa muerte; pero no tiene ninguna palabra para decir acerca de las frecuentes o solemnes confesiones de Santa Paulina; ninguna palabra acerca de su sabiduría en la elección de un prudente y santo (?) confesor. *[N. de t.: Luego de la pretendida conversión del emperador Constantino, la hasta entonces perseguida Iglesia Cristiana se vio favorecida de toda clase de favores, y se vio invadida por personas y costumbres paganas, por ello algunos cristianos tomaron la decisión de aislarse de esto y así surgieron los primeros monjes, que se aislaban de la sociedad, seguramente hubiera sido mejor que hubieran establecido una actitud de separación del pecado por medio de la formación de iglesias locales donde se practicara la separación y la disciplina bíblica y se predicara el verdadero Evangelio, (1 Corintios 5:9-13, Judas 1:23)]
 
Él nos dice que después de su muerte, su cuerpo fue llevado a su sepultura sobre los hombros de obispos y pastores*, como una muestra de su profundo respeto por la santa. Pero él nunca nos dice que alguno de aquellos pastores se sentara allí, en una esquina oscura con ella, y la forzara a revelar ante sus oídos la historia secreta de todos los pensamientos, deseos, y fragilidades humanas de su larga y azarosa vida. Jerónimo es un incuestionable testigo de que su piadosa y noble amiga, Santa Paulina, vivió y murió sin haber pensado jamás en ir a confesarse. *[N. de t.: en ese tiempo ya empezaba a haber ciertas distinciones, que en tiempos neotestamentarios no existían, siendo la palabra obispo, (vigilante de la iglesia local), un sinónimo de pastor o anciano (hechos 20:17, 28)]
 
Posidius nos dejó la interesante vida de San Agustín, del siglo quinto; y, nuevamente, es en vano que busquemos el lugar y el tiempo cuando aquel renombrado Obispo de Hipona fue a confesarse, u oyó las confesiones secretas de su pueblo.
 
Más que eso, San Agustín ha escrito un muy admirable libro llamado: "Confesiones", en el cual nos da la historia de su vida. Con ese maravilloso libro en las manos le seguimos paso a paso, dondequiera va; asistimos con él a aquellas famosas escuelas, donde su fe y moralidad fueron tan lamentablemente destruidas; nos lleva con él al jardín donde, vacilando entre el cielo y el infierno, bañado en lágrimas, se pone bajo la higuera y exclama: "¡Oh Señor! ¡¿Cuanto tiempo permaneceré en mis iniquidades?!" Nuestra alma se estremece con emociones, junto a su alma, cuando oímos con él, la dulce y misteriosa voz: "¡Tolle! ¡lege!" toma y lee, [n. de t.: Las palabras que providencialmente dijo un niño fuera de su vista]. Corremos con él al lugar donde dejó su libro del Nuevo Testamento; con una mano temblorosa, lo abrimos y leemos: "Andemos como de día, honestamente ... vestíos del Señor Jesucristo" (Romanos xiii. 13, 14).
 
Ese incomparable libro de San Agustín nos hace llorar y exclamar de alegría junto a él; nos inicia en todas sus acciones más secretas, en todas sus penas, ansias, y alegrías; nos revela y expone su vida entera. Nos dice donde va, con quien peca, y con quien alaba a Dios; nos hace orar, cantar, y ensalzar al Señor junto a él. ¿Es posible que Agustín pudiera haberse confesado sin decirnos cuando, donde, y a quien hizo esa confesión auricular? ¿Podría haber recibido la absolución y el perdón de sus pecados por su confesor, sin hacernos partícipes de sus alegrías, y sin requerirnos que bendijéramos a aquel confesor junto a él?
 
Pero es en vano que busquen en ese libro una sola palabra acerca de la confesión auricular. Ese libro es un testigo irrefutable de que tanto Agustín como su piadosa madre, Mónica; a quien menciona tan frecuentemente, vivieron y murieron sin jamás haberse confesado. Ese libro puede ser llamado la evidencia más aplastante para probar que "el dogma de la confesión auricular" es un engaño moderno.
 
Desde el principio hasta el final de ese libro, vemos que Agustín creía y decía que sólo Dios podía perdonar los pecados de los hombres, y que era sólo a Él que los hombres debían confesarse para ser perdonados. Si él escribe su confesión, es solamente para que el mundo pudiera conocer cómo Dios había sido misericordioso con él, y para que pudieran ayudarle a alabar y bendecir a su misericordioso padre celestial. En el libro décimo de sus Confesiones, Capítulo III, Agustín protesta contra la idea de que los hombres pudieran hacer algo para curar la lepra espiritual, o perdonar los pecados de sus prójimos; aquí está su elocuente protesta: "Quid mihi ergo est cum hominibus ut audiant confessiones, meas, quasi ipsi sanaturi Sint languores meas? Curiosum genus ad cognescendam vitam alienam; desidiosum ad corrigendam."
 
"¿Qué tengo que ver con los hombres para que ellos oigan mis confesiones, como si fueran capaces de sanar mis debilidades? La raza humana es muy curiosa para conocer la vida de otra persona, pero muy perezosa para corregirla."
 
Antes de que Agustín hubiese construido ese sublime e imperecedero monumento contra la confesión auricular, San Juan Crisóstomo había levantado su elocuente voz contra ésta en su sermón sobre el Salmo 50, donde, hablando en el nombre de la iglesia, dijo: "¡No les pedimos que vayan a confesar sus pecados a alguno de sus prójimos, sino sólo a Dios!"
 
Nestorio, del siglo cuarto, el antecesor de Juan Crisóstomo, había, por una defensa pública, lo cual los mejores historiadores Católico-Romanos han debido reconocer, prohibido solemnemente la práctica de la confesión auricular. Porque, así como siempre han habido ladrones, borrachos, y criminales en el mundo, así también siempre han habido hombres y mujeres que, bajo el pretexto de abrir sus mentes unos a otros para mutuo consuelo y edificación, se entregaron a toda clase de iniquidad y lascivia. El célebre Crisóstomo solamente estaba dando la sanción de su autoridad a lo que su antecesor había hecho, cuando, atronando contra el monstruo recién nacido, dijo a los Cristianos de su tiempo, "¡No les pedimos que vayan a confesar sus iniquidades a un hombre pecador para ser perdonados—sino sólo a Dios." (Sermón sobre el Salmo 50).
 
La confesión auricular se originó con los antiguos herejes, especialmente con Marción. Bellarmino habla de ella como algo que debe practicarse. Pero oigamos lo que los escritores contemporáneos tienen para decir sobre la cuestión.
 
"Ciertas mujeres acostumbraban ir con el hereje Marción para confesarle sus pecados. Pero, como él era impactado con su belleza, y ellas también se enamoraban de él, se abandonaban para pecar con él".
 
Escuchen ahora lo que San Basilio en su comentario sobre Salmos xxxvii, dice de la confesión:
 
"Yo no tengo que acudir ante el mundo para hacer una confesión con mis labios. Sino que cierro mis ojos, y confieso mis pecados en lo secreto de mi corazón. Ante ti, oh Dios, vierto mis suspiros, y tú solo eres el testigo. Mis quejidos están dentro de mi alma. No hay necesidad de muchas palabras para confesar: el quebranto y el pesar son la mejor confesión. Sí, las lamentaciones del alma, que tú estás complacido en oír, son la mejor confesión".
 
Crisóstomo, en su sermón, De Paenitentia, vol. IV., col. 901, tiene lo siguiente: "Tú no necesitas testigos de tu confesión. Reconoce secretamente tus pecados, y deja que sólo Dios te sustente".
 
En su sermón V., De incomprehensibili Dei natura, vol. I., él dice: "¡Por lo tanto, te ruego, siempre confiesa tus pecados a Dios! Te pido que de ninguna manera los confieses a mí. Sólo a Dios deberías exponer las heridas de tu alma, y de Él sólo esperar la cura. Ve a él, entonces, y no serás rechazado, sino sanado. Porque, antes de que pronuncies una sola palabra, Dios conoce tu oración."
 
En su comentario sobre Hebreos XII, sermón XXXI., vol. XII., pág. 289, él además dice: "No estemos contentos con llamarnos a nosotros mismos pecadores. Sino examinemos y enumeremos nuestros pecados. Y luego no te digo que vayas y los confieses, de acuerdo con el capricho de alguno, sino que te diré, junto con el profeta: 'Confiesa tus pecados ante Dios, reconoce tus iniquidades a los pies de tu Juez, ora con tu corazón y con tu mente, si no con tu lengua, y serás perdonado.'"
 
En su sermón sobre el Salmo I., vol. V., pág. 589, el mismo Crisóstomo dice: "Confiesa tus pecados en oración todos los días. ¿Por qué dudarías en hacerlo? No te digo que vayas y los confieses a un hombre, pecador como tú, y que podría despreciarte si conociera tus faltas. Sino confiésalos a Dios, quien puede perdonártelos".
 
En su admirable sermón IV., De Lazaro, vol. I., pág. 757, él exclama: "¿Por qué, dime, deberías avergonzarte de confesar tus pecados? ¿Te imponemos que los reveles a un hombre, que podría, un día, reprochártelos? ¿Eres mandado a confesarlos a uno de tus iguales, que podría publicarlos y arruinarte? Lo que te pedimos es simplemente que muestres las heridas de tu alma a tu Señor y Amo, quien es también tu amigo, tu guardián, y médico".
 
En una pequeña obra de Crisóstomo, titulada, "Catechesis ad illuminandos", vol. II., pág. 210, leemos estas notables palabras: "Lo que más deberíamos admirar no es que Dios perdone nuestros pecados, sino que Él no los revela a nadie, ni desea que nosotros lo hagamos. Lo que Él demanda de nosotros es confesar nuestras transgresiones sólo a Él para obtener perdón".
 
San Agustín, en su hermoso sermón sobre el Salmo 31, dice: "Confesaré mis pecados a Dios, y Él perdonará todas mis iniquidades. Y tal confesión no es hecha con los labios, sino sólo con el corazón. Apenas había abierto mi boca para confesar mis pecados cuando ellos fueron perdonados, porque Dios ya había oído la voz de mi corazón".
 
En la edición de los Padres por Migne, vol. 67, págs. 614, 615, leemos: "Alrededor del año 390, el oficio de penitenciaría fue abolido en la iglesia a consecuencia de un gran escándalo provocado por una mujer quien se acusó a sí misma públicamente de haber cometido un crimen contra la castidad con un diácono".
 
Yo sé que los defensores de la confesión auricular presentan a sus necios crédulos varios pasajes de los Santos Padres, [n. de t.: los llamados Padres de la Iglesia, los principales teólogos y maestros cristianos en los siglos inmediatos a la era de los Apóstoles], donde se dice que los pecadores estaban acudiendo a tal pastor o a tal obispo para confesar sus pecados: pero este es un modo muy deshonesto de presentar ese hecho—porque es evidente a todos aquellos que están algo familiarizados con la historia de la iglesia de aquellos tiempos, que estos se referían solamente a las confesiones públicas de las transgresiones públicas por medio del oficio de la penitenciaría.
 
El oficio de la penitenciaría era éste: En cada ciudad grande, un pastor o ministro era designado especialmente para presidir en las reuniones de la iglesia donde los miembros que habían cometido pecados públicos eran obligados a confesarlos públicamente ante la asamblea, para ser reincorporados a los privilegios de su membresía: y ese ministro tenía la responsabilidad de dar lectura o pronunciar la sentencia de perdón otorgada por la iglesia a los culpables antes de que pudieran ser admitidos de nuevo a la comunión. Esto estaba perfectamente de acuerdo con lo que San Pablo había hecho con respecto al incestuoso de Corinto; aquel escandaloso pecador que había traído deshonra sobre el nombre de Cristiano, pero que, después de confesar y llorando por sus pecados ante la iglesia, obtuvo su perdón—no de un sacerdote en cuyos oídos hubiera murmurado todos los detalles de su incestuosa fornicación, sino de toda la iglesia congregada. Pablo gustosamente aprueba a la Iglesia de Corinto por absolver así, y recibir nuevamente en medio de ella, a un hermano descarriado pero arrepentido.
 
Cuando los Santos Padres de los primeros siglos hablan de "confesión", ellos invariablemente quieren decir "confesiones públicas" y no confesión auricular.
 
Hay tanta diferencia entre tales confesiones públicas y las confesiones auriculares, como la hay entre el cielo y el infierno, entre Dios y su gran enemigo, Satán.
 
La confesión pública, entonces, se remonta al tiempo de los apóstoles, y es practicada todavía en iglesias Protestantes de nuestros días. Pero la confesión auricular era desconocida por los primeros discípulos de Cristo; así como es rechazada hoy, con horror, por todos los verdaderos seguidores del Hijo de Dios.
 
Erasmo, uno de los más eruditos Católicos Romanos que se opuso a la Reforma en el siglo dieciséis, tan admirablemente iniciada por Lutero y Calvino, osada y honestamente hace la siguiente declaración en su tratado, De Paenitentia, Dis. 5: "Esta institución de la penitencia [la confesión auricular] comenzó en lugar de cierta tradición del Antiguo o el Nuevo Testamento. Pero nuestros teólogos, no considerando prudentemente lo que los antiguos doctores ciertamente dicen, están engañados, lo que ellos dicen de la confesión general y abierta, fuerzan, luego, a esta clase de confesión secreta y privada".
 
Es un hecho público, el cual los Católicos Romanos eruditos jamás han negado, que la confesión auricular llegó a ser un dogma y una práctica obligatoria de la iglesia solamente en el Concilio Lateranense en el año 1215, bajo el Papa Inocencio III. No puede encontrarse antes de ese año indicio alguno de la confesión auricular, como un dogma.
 
Entonces, ha llevado más de mil doscientos años de esfuerzos de Satanás para presentar esta obra maestra de sus invenciones para conquistar el mundo y destruir las almas de los hombres.
 
Poco a poco, esa impostura se ha deslizado en el mundo, igual a como se arrastran las sombras de una noche tormentosa sin que nadie sea capaz de notar cuando retrocedieron los primeros rayos de luz ante las oscuras nubes. Sabemos muy bien cuando estaba brillando el sol, sabemos cuando estuvo muy oscuro sobre todo el mundo; pero nadie puede decir de manera absoluta cuando se desvanecieron los primeros rayos de luz. Así dijo el Señor:
 
"El reino de los cielos es semejante al hombre que siembra buena simiente en su campo:
 
"Mas durmiendo los hombres, vino su enemigo, y sembró cizaña entre el trigo, y se fue.
 
"Y como la hierba salió e hizo fruto, entonces apareció también la cizaña.
 
"Y llegándose los siervos del padre de la familia, le dijeron: Señor, ¿no sembraste buena simiente en tu campo? ¿de dónde, pues, tiene cizaña?
 
"Y Él les dijo: Un hombre enemigo ha hecho esto." (Mateo xiii. 24-28).
 
Sí, el Buen Maestro nos dice que el enemigo sembró esa cizaña en su campo durante la noche cuando los hombres estaban durmiendo.
 
Pero él no nos dice exactamente la hora de la noche cuando el enemigo arrojó la cizaña entre el trigo.
 
Sin embargo, si alguien quiere saber cuan terriblemente oscura fue la noche que cubrió el "Reino", y cuan cruel, implacable, y brutal fue el enemigo que sembró la cizaña, que lea el testimonio del más devoto y erudito cardenal que Roma ha tenido alguna vez, Baronio, Anales, Año 900:
 
"Es evidente que uno apenas puede creer qué cosas indignas, bajas, execrables, y abominables, fue forzada a soportar la santa Sede Apostólica, que es el eje sobre el cual gira la Iglesia Católica entera, cuando los príncipes de la época, aunque Cristianos, se arrogaron la elección de los Pontífices Romanos. ¡Ay, la vergüenza! ¡Ay, la aflicción! ¡Qué monstruos, horribles de contemplar, fueron entonces impuestos sobre la Santa Sede! ¡Qué males sobrevinieron! ¡Qué tragedias cometieron! ¡Con qué contaminaciones fue esta Sede, aunque ella misma sin mancha, entonces ensuciada! ¡Con qué corrupciones infectada! ¡Con qué suciedades profanada! ¡Y por estas cosas denigrada con perpetua infamia! (Baronio, Anales, Año 900).
 
"Est plane, ut vix aliquis credat, imino, nee vix quidem sit crediturus, nisi suis inspiciat ipse oculis, manibusque contractat, quam indigna, quainque turpia atque deformia, execranda insuper et abominanda sit coacta pati sacrosancta apostolica sedes, in cujus cardine universa Ecclesia catholica vertitur, cum principes saeculi hujus, quantumlibet christiani, hac tamen ex parte dicendi tyrrani saevissini, arrogaverunt sibi, tirannice, electionem Romanorum pontificum. Quot tune ab eis, proh pudor! pro dolor! in eamdem sedem, angelis reverandam, visu horrenda intrusa sunt monstra? Quot ex eis oborta sunt mala, consummatae tragediae! Quibus tunc ipsam sine macula et sine ruga contigit aspergi sordibus, purtoribus infici, in quinati spurcitiis, ex hisque perpetua infamia denigrari!''
 
 

CAPÍTULO X.
 
DIOS URGE A LA IGLESIA DE ROMA A CONFESAR LAS ABOMINACIONES DE LA CONFESIÓN AURICULAR.

 
LOS sacerdotes de Roma recurren a distintos medios para engañar al pueblo acerca de la inmoralidad resultante de la confesión auricular. Una de sus estratagemas preferidas es citar algunos pasajes desconectados de teólogos, recomendando cautela de parte del sacerdote, al interrogar a sus penitentes sobre asuntos delicados, él debería ver o evitar cualquier peligro de que estos últimos sean escandalizados por sus preguntas. Es cierto, hay tales teólogos prudentes, que parecen comprender más que otros el peligro real del sacerdote en la confesión. Pero aquellos sabios consejeros se parecen demasiado a un padre que permitiría a su hijo poner sus dedos en el fuego, mientras le recomienda que sea cauto por temor a que se quemasen esos dedos. Hay exactamente tanta sabiduría en un caso como en el otro. ¿Qué diría usted de un padre que arrojara a un joven, débil e inexperto muchacho entre bestias salvajes, con la necia y cruel expectativa de que su prudencia podría salvarle de ser herido?
 
Esos teólogos pueden ser perfectamente honestos al dar tal consejo, aunque solamente es algo sabio o razonable. Pero están lejos de ser honestos o veraces aquellos que sostienen que la Iglesia de Roma, al mandar a cada uno a confesar todos sus pecados a los sacerdotes, ha hecho una excepción en favor de los pecados contra la castidad. Esto es solamente como polvo que se arroja a los ojos de los Protestantes y de gente ignorante, para impedirles ver a través de los aterradores misterios de la confesión.
 
Cuando el Concilio Lateranense decidió que cada adulto, de cualquier sexo, debía confesar todos sus pecados a un sacerdote, al menos una vez por año, no se hicieron excepciones para ninguna clase de pecados, ni siquiera para aquellos cometidos contra la modestia o la pureza. Y cuando el Concilio de Trento ratificó o renovó las decisiones anteriores, no se hizo excepción, tampoco, de los pecados en cuestión. Se esperaba y ordenaba que ellos fueran confesados, como todo otro pecado.
 
La ley de ambos Concilios todavía no está revocada y es obligatoria para todos los pecados, sin excepción alguna. Es imperativa, absoluta; y cada buen Católico, hombre o mujer, debe someterse a ella confesando todos sus pecados, al menos una vez al año.
 
Tengo en mi mano el Catecismo de Butler, aprobado por varios obispos de Quebec. En la página 62, se lee: "que todos los penitentes deberían examinarse con respecto a los pecados capitales, y confesarlos a todos, sin excepción, bajo pena de eterna condenación".
 
El célebre catecismo controversial del Rd. Stephen Keenan, aprobado por todos los obispos de Irlanda, dice positivamente (página 186): "El penitente debe confesar todos sus pecados".
 
Por lo tanto, la joven y tímida muchacha, la casta y modesta mujer, deben pensar acerca de acciones vergonzosas y deben llenar sus mentes con ideas impuras, a fin de confesar a un hombre soltero cualquier cosa de la que pudieran ser culpables, sin importar cuan repugnantes pudieran ser a ellas tales confesiones, o peligrosas para el sacerdote que está obligado a oírlas e inclusive a demandarlas. Nadie está exento de la odiosa, y frecuentemente contaminante tarea. Tanto al sacerdote como el penitente se le requiere y obliga a atravesar la feroz experiencia de contaminación y vergüenza. Ellos están forzados, en toda circunstancia, uno a preguntar, y el otro a responder, bajo pena de eterna condenación.
 
Así es la rigurosa e inflexible ley de la Iglesia de Roma con respecto a la confesión. Esto es enseñado no sólo en obras de teología o desde el púlpito, sino también en devocionarios y varias otras publicaciones religiosas. Esto está tan grabado en las mentes de los Romanistas como para llegar a ser parte de su religión. Tal es la ley que el sacerdote mismo debe obedecer, y que aplica a sus penitentes a su propia discreción.
 
Pero hay maridos con una predisposición celosa, que poco considerarían la idea de que solteros confiesen a sus esposas, si conocieran exactamente qué preguntas deben responder en la confesión. Hay padres y madres a quienes no les gusta mucho ver a sus hijas solas con un hombre, detrás de una cortina, y que ciertamente temblarían por su honor y virtud si conocieran todos los abominables misterios de la confesión. Es necesario, por lo tanto, mantener a estas personas, tanto como sea posible, en la ignorancia, y evitar que la luz alcance ese imperio de oscuridad, el confesionario. Considerando eso, se aconseja a los confesores a ser cautelosos "en aquellos asuntos", a "plantear estas preguntas hasta cierto punto de forma encubierta, y con la mayor reserva". Porque es muy deseable "no ofender al pudor, ni asustar a la penitente ni apenarla. Los pecados, sin embargo, deben ser confesados".
 
Tal es el prudente consejo dado a los confesores en ciertas ocasiones. En las manos o bajo el comando de Liguori, el Padre Gury, Scavani, u otros casuistas, [n. de t.: autores que exponen casos prácticos de teología moral], el sacerdote es una especie de general, enviado durante la noche, para asaltar una ciudadela o una posición fuerte, teniendo la orden de operar cautelosamente, y antes de la luz del día. Su misión es una de tinieblas y violencia, y crueldad; sobre todo, es una misión de suprema astucia, porque cuando el Papa manda, el sacerdote, como su leal soldado, debe estar listo a obedecer; pero siempre con una máscara o mampara delante suyo, para disimular su objetivo. Sin embargo, muchas veces, después que el lugar ha sido capturado a fuerza de estrategia y sigilo, el pobre soldado es dejado, malherido y completamente inválido, sobre el campo de batalla. Él ha pagado caro por su victoria; pero la ciudadela conquistada también ha recibido una herida de la que podría no recuperarse. El astuto sacerdote ha obtenido su objetivo: ha triunfado en persuadir a su penitente dama en que no había incorrección, que incluso era necesario para ellos tener una conversación sobre las cosas que le hicieron sonrojar unos pocos momentos atrás. Ella es prontamente tan bien convencida, que juraría que no hay nada incorrecto con la confesión. Verdaderamente esto es un cumplimiento de las palabras: "Abyssus abyssum invocat", un abismo llama a otro abismo.
 
¿Han sido los teólogos Romanistas—Gury, Scavani, Liguori, etc.—alguna vez lo suficientemente honestos, en sus obras sobre la confesión, para decir que el Dios Santísimo jamás podría mandar o requerir a la mujer a degradar y corromper a sí misma y al sacerdote al verter en los oídos de un frágil y pecador mortal, palabras impropias incluso para un ángel? No; ellos fueron muy cuidadosos para no decir así; porque, desde ese mismo momento, sus descaradas mentiras habrían sido descubiertas; la estupenda, pero débil estructura de la confesión auricular, hubiera caído al suelo, con lamentable perjuicio y ruina para sus defensores. Los hombres y mujeres abrirían sus ojos, y verían su debilidad y falacia. "Si Dios", ellos podrían decir, "puede perdonar nuestros más fieros pecados contra el pudor, sin confesarlos, Él ciertamente hará lo mismo con aquellos de menor gravedad; por lo tanto no hay necesidad o causa para que lo confesemos a un sacerdote".
 
Pero aquellos sagaces casuistas sabían muy bien que, por tan franca declaración, pronto perderían su predominio sobre las poblaciones Católicas, especialmente sobre las mujeres, por las cuales, a través de la confesión, ellos gobiernan al mundo. Prefieren más tener aferradas las mentes en ignorancia, las conciencias atemorizadas, y las almas vacilantes. No es sorprendente, entonces, que ellos apoyen y confirmen completamente las decisiones de los concilios Lateranense y de Trento, que ordenan "que todos los pecados deben ser confesados así como Dios los conoce". No es sorprendente que intenten lo mejor o lo peor de ellos para doblegar la repugnancia natural de las mujeres para hacer tales confesiones, y para disimular los terribles peligros para el sacerdote al oír las mismas.
 
Sin embargo, Dios, en su infinita misericordia, y por amor a la verdad, ha urgido a la Iglesia de Roma a reconocer los peligros morales y las tendencias corruptoras de la confesión auricular. En su eterna sabiduría, Él sabía que los Católicos Romanos cerrarían sus oídos a cualquier cosa que pudiera ser dicha por los discípulos de la verdad evangélica, sobre la influencia inmoral de esa institución; que incluso responderían con el insulto y la falacia a las palabras de verdad amablemente dirigidas a ellos, exactamente como los antiguos judíos devolvieron con odio e insulto al buen Salvador que les estaba trayendo las felices noticias de una salvación gratuita. Él sabía que los devotos Romanistas, extraviados por sus sacerdotes, llamarían a los apóstoles de la verdad, mentirosos, burladores, poseídos del diablo, como Cristo fue constantemente llamado endemoniado, impostor, y finalmente matado por sus falsos acusadores.
 
Aquel gran Dios, tan compasivo ahora como era entonces, por las pobres almas ignorantes y engañadas, ha producido un verdadero milagro para abrir los ojos de los Católicos Romanos, y para urgirles, por así decirlo, a creernos, cuando decimos, con la autoridad de Él, que la confesión auricular fue inventada por Satanás para arruinar eternamente tanto al sacerdote como a sus penitentes femeninas. Porque, lo que nunca hubiéramos osado decir por nosotros mismos a los Católicos Romanos con respecto a lo que sucede frecuentemente entre sus sacerdotes y sus esposas e hijas, ya sea durante o después de la confesión, Dios ha forzado a la Iglesia de Roma para que ella misma admita, dar a conocer cosas que habrían parecido increíbles, si hubieran salido solamente de nuestra boca o nuestra pluma. En esta como en otras oportunidades, esa Iglesia apóstata ha sido inconscientemente la vocera de Dios para el cumplimiento de sus grandes y misericordiosos propósitos.
 
Oigan las preguntas que la Iglesia de Roma, por medio de sus teólogos, hace a cada sacerdote después que ha oído la confesión de sus esposas o hijas:
 
1. "Nonne inter audiendas confessiones quasdam proposui questiones circa sextum decalogi preoeceptum cum intentione libidinosa?" (Miroir du Clerge, pág. 582).
 
"Mientras oía las confesiones, ¿no he hecho preguntas sobre pecados contra el sexto, (séptimo en el Decálogo), mandamiento, con la intención de satisfacer mis malas pasiones?"
 
Tal es el hombre, oh madres e hijas, a quien ustedes osan revelar las acciones más secretas, así como las más vergonzosas. Ustedes se arrodillan a sus pies y murmuran en su oído sus más íntimos pensamientos y deseos, y sus acciones más impuras; porque su iglesia, a fuerza de astucia y sofismas, ha logrado convencerles en que no había incorrección o peligro al hacer así; en que el hombre que ustedes eligieron para su guía y confidente espiritual, nunca podría ser tentado por tales impuros relatos. Pero a esa misma Iglesia, por alguna misteriosa providencia, se le ha hecho reconocer, en sus propios libros, sus propias mentiras. A pesar de sí misma, ella admite que hay verdadero peligro en la confesión, tanto para la mujer como para el sacerdote; que a propósito o de otra manera, y a veces estando ambos desprevenidos, se ponen uno a otro peligrosas asechanzas. La Iglesia de Roma como si tuviera una mala conciencia por permitir a su sacerdote mantener tan estrecha y secreta conversación con una mujer, posee, por así decirlo, un ojo vigilante sobre él, mientras la pobre mujer desorientada está derramando en sus oídos la inmunda carga de su alma; y tan pronto como ella se aleja, pregunta al sacerdote sobre la pureza de sus motivos, la honestidad de sus intenciones al hacer las preguntas requeridas. "¿No has tú", le pregunta inmediatamente, "con el pretexto de ayudar a esa mujer en su confesión, hecho ciertas preguntas simplemente para complacer tu impudicia o para satisfacer tus malas inclinaciones?"
 
2. "Nonne munus audiendi confessiones suscepi, aut veregi ex prava incontinentioe appettentia (Ídem, pág. 582). "¿No he recurrido al confesionario y oído las confesiones con la intención de complacer mis malas pasiones? (Miroir du Clerge, pág. 582).
 
¡Oh ustedes mujeres! que tiemblan como esclavas a los pies de los sacerdotes, ustedes admiran la paciencia y caridad de aquellos buenos (?) sacerdotes, que están gustosos de pasar tan largas y tediosas horas para oír la confesión de sus secretos pecados; y ustedes apenas saben como expresar su gratitud por tanta amabilidad y caridad. ¡Pero, silencio, escuchen la voz de Dios hablando a la conciencia del sacerdote, por medio de la Iglesia de Roma!
 
"¿No has tú", le pregunta ella, "oído la confesión de las mujeres simplemente para alimentar o dar gusto a las viles pasiones de tu naturaleza caída y de tu corazón corrupto?"
 
Por favor noten, no soy yo, o los enemigos de la religión de ustedes, los que hacemos a sus sacerdotes las preguntas anteriores, es Dios mismo, quien, en su piedad y compasión por ustedes, apremia a su propia Iglesia a hacer tales preguntas; para que sus ojos puedan ser abiertos, y para que puedan ser rescatadas de todas las peligrosas obscenidades y la humillante y degradante esclavitud de la confesión auricular. Es la voluntad de Dios librarles de tal sujeción y degradación. ¡En su tierna compasión Él ha provisto medios para sacarles de ese albañal, llamado confesión; para romper las cadenas que les sujetan a los pies de un miserable y blasfemo pecador llamado confesor, quien, bajo la pretensión de ser capaz de perdonar sus pecados, usurpa el lugar del Salvador y del Dios de ustedes! Porque mientras murmuran sus pecados en su oído, Dios le dice por medio de su Iglesia, en tonos lo suficientemente fuertes para ser oídos: "¿Al oír la confesión de estas mujeres, no eres movido por la lascivia, incentivado por malas pasiones?
 
¿No es esto suficiente para advertirles del peligro de la confesión auricular? ¿Pueden ahora, con algún sentimiento de seguridad o decencia, acudir a esos sacerdotes, para quienes las mismas confesiones de ustedes pueden ser una trampa, una causa de caída o de terrible tentación? ¿Pueden ustedes, con una partícula de honor o modestia, exponerse voluntariamente a los impuros deseos de sus confesores? ¿Pueden ustedes, con alguna clase de dignidad femenina, aceptar confiar a ese hombre sus más íntimos pensamientos y deseos, sus acciones más humillantes y secretas, cuando conocen de los labios de su propia Iglesia, que ese hombre puede no tener ningún objetivo más elevado al escuchar la confesión de ustedes que una curiosidad lasciva, o un pecaminoso deseo de despertar sus malas pasiones?
 
3. "Nonne ex auditis in confessione occasionem sumpsi poenitentes utriusque sexus ad peccandum sollicitandi?" (Idem, pág. 582).
 
"¿No me he aprovechado de lo que oí en la confesión para inducir a mis penitentes de uno u otro sexo a cometer pecado?"
 
Yo correría un gran riesgo de ser tratado con el mayor desprecio, si osara hacer a los sacerdotes de ustedes semejante pregunta. Probablemente me llamarían un sinvergüenza, por atreverme a cuestionar la honestidad y pureza de esos santos hombres. Ustedes, quizás, llegarían al extremo de sostener que es totalmente imposible para ellos ser culpables de los pecados que son expresados en la pregunta citada; que nunca han sido cometidas obras tan deshonrosas por medio de la confesión. Y, quizás, negarían enérgicamente que su confesor alguna vez hubiera dicho o hecho algo que pudiera llevarles a ustedes a pecar o siquiera a cometer alguna infracción contra el decoro o la decencia. Ustedes se sienten perfectamente seguras en cuanto a eso, y no ven peligro que deban temer.
 
Permítanme decirles, buenas damas, que ustedes son demasiado confiadas, y así continúan en el más fatal engaño. Su propia Iglesia, por medio de la voz misericordiosa y de advertencia de Dios hablando a la conciencia de sus propios teólogos, les dice a ustedes que hay peligro real e inminente, donde suponen que están en perfecta seguridad. Podrían no haber sospechado nunca del peligro, pero está allí, en las paredes del confesionario; y aún, es más, está acechando en sus propios corazones, y en el de su confesor. Él puede haberse refrenado hasta ahora de tentarles; puede, al menos, haberse mantenido dentro de los límites apropiados de la moralidad o la decencia exteriores. Pero nada les garantiza que él no pueda ser tentado; y nada podría protegerles de sus atentados contra la virtud de ustedes, si se entregara a la tentación, como no escasean los casos para probar la verdad de mi afirmación. Ustedes están tristemente erradas con una falsa y peligrosa seguridad. Están, aunque sin saberlo, al borde mismo de un precipicio, donde tantos han caído por su ciega confianza en su propia fuerza, o en la prudencia y santidad de su confesor. La misma Iglesia de ustedes está muy inquieta por su seguridad; ella tiembla por la inocencia y pureza de ustedes. En su temor, advierte al sacerdote para que esté alerta sobre sus perversas pasiones y fragilidades humanas. ¿Cómo osan pretender que su confesor sea más fuerte y más santo de lo que es para la misma Iglesia de ustedes? ¿Por qué habrían de poner en peligro su castidad o pudor? ¿Por qué se exponen al peligro, cuando éste podría ser evitado tan fácilmente? ¿Cómo pueden ser tan incautas, tan carentes de la prudencia y el pudor normales como para ponerse ustedes mismas desvergonzadamente en una situación para tentar y ser tentadas, y así atraerse la perdición presente y eterna? [N. de t.: Aunque todo hijo de Adán está bajo la condenación hasta que cree en Cristo, (Juan 3:18), es cierto que la persistencia rebelde en el pecado va insensibilizando la conciencia del pecador incrédulo para impedirle buscar a Cristo, (2 Timoteo 3:6, 7; Hebreos 6:7, 8)].
 
4. "Nonne extra tribunal, vel, in ipso confess ionis actu, aliuqia dixi aut egi cum Intenticne diabolica has personas seducendi?" (Ídem, ídem).
 
"¿No he, durante o después de la confesión, hecho o dicho ciertas cosas con una intención diabólica de seducir a mis pacientes femeninas?"
 
"¿Qué archienemigo de nuestra santa religión es tan atrevido e impío como para hacer a nuestros santos sacerdotes una pregunta tan insolente e insultante?", puede preguntar alguno de nuestros lectores Católicos Romanos. Es fácil responder. Este gran enemigo de su religión es nada menos que un Dios justamente ofendido, amonestando y desaprobando a sus sacerdotes por exponer tanto a usted como a ellos mismos a peligrosos encantos y seducciones. Es su voz hablando a las conciencias, y advirtiéndoles del peligro y corrupción de la confesión auricular. Ella les dice: ¡Cuidado! porque podrían ser tentados, como seguramente lo serán, a hacer o decir algo contra el honor y la pureza.
 
¡Maridos y padres! que justamente valoran el honor de sus esposas e hijas más que a todos los tesoros, que consideran esto un bien demasiado preciado para ser expuesto a los peligros de profanación, y que preferirían perder sus vidas mil veces, antes que ver a aquellas que ustedes más aman sobre la tierra caer en las trampas del seductor, lean una vez más y mediten lo que su Iglesia pregunta al sacerdote, después de haber oído a su esposa e hija en confesión: "¿No has, durante o después de la confesión, hecho o dicho ciertas cosas con una intención diabólica de seducir a tus pacientes femeninas?"
 
Si su sacerdote permanece sordo a estas palabras dirigidas a su conciencia, ustedes no pueden ayudar prestando atención a ellas y entendiendo su significado pleno. Ustedes no pueden estar tranquilos y sin temer nada de aquel sacerdote en esas estrechas entrevistas con sus esposas e hijas, cuando los superiores de él y la misma Iglesia de ustedes tiemblan por él, y cuestionan su pureza y honestidad. Ellos ven un gran peligro para ambos, el confesor y su penitente; porque saben que la confesión ha sido, muchas veces, el pretexto para causar las más vergonzosas seducciones.
 
Si no hubiera verdadero peligro para la castidad de las mujeres, al confesar a un hombre sus pecados más secretos, ¿creen ustedes que sus papas y teólogos serían tan necios para admitirlo, y para hacer preguntas a los confesores que serían las más insultantes y fuera de lugar, si no hubiera razón para ellas?
 
¿No es arrogancia e insensatez, de parte de ustedes, creer que no hay peligro, cuando la Iglesia de Roma les dice, positivamente, que hay peligro, y usa los más fuertes términos al expresar su inquietud y temor?
 
¡¿Por qué su Iglesia ve las razones más acuciantes para temer por el honor de sus esposas e hijas, así como por la castidad de sus sacerdotes; y ustedes aún permanecen despreocupados, indiferentes al horrendo peligro al que están expuestos?! ¿Son ustedes como el pueblo judío en el pasado, al que le fue dicho: "Oíd bien, y no entendáis; ved por cierto, mas no comprendáis"? (Isaías vi. 9).
 
Pero si ustedes ven o sospechan el peligro del que son advertidos; si los ojos de su inteligencia pueden sondear el espantoso abismo en donde las personas más amadas de su corazón están en peligro de caer, entonces es necesario que las guarden de los caminos que llevan al temible despeñadero. No esperen hasta que sea demasiado tarde, cuando ellas estén muy cerca del precipicio para ser recatadas. Ustedes pueden creer que el peligro está distante, cuando está inminente. Aprovechen la triste experiencia de tantas víctimas de la confesión que han sido irremediablemente perdidas, irrecuperablemente arruinadas por la eternidad. La voz de la conciencia, del honor y de Dios mismo, les dicen que pronto puede ser muy tarde para salvarlas de la destrucción, por la negligencia y demora de ustedes. Mientras agradecen a Dios por haberlas resguardado de las tentaciones que han resultado fatales a tantas mujeres casadas o solteras, no pierdan un solo momento en tomar las medidas necesarias para librarlas de tentación y caídas.
 
En lugar de permitirles ir y arrodillarse a los pies de un hombre para obtener la remisión de sus pecados, guíenlas a los pies del agonizante Salvador, el único lugar en donde ellas pueden asegurarse el perdón y la paz eternos. ¿Y por qué, después de tantos intentos infructuosos, intentarían más tiempo lavarse en un lodazal, cuando las aguas puras de la vida eterna son ofrecidas tan libremente a través de Jesucristo, su único Salvador y Mediador?
 
En vez de buscar su perdón de un pobre y miserable pecador, débil y tentado como ellos, que vayan a Cristo, el único hombre poderoso y perfecto, la única esperanza y salvación del mundo.
 
¡Oh pobres engañadas mujeres Católicas! ¡No escuchen más las engañosas palabras de la Iglesia de Roma, que no tiene perdón, ni paz para usted, sino sólo trampas; que les ofrece esclavitud y vergüenza en pago por la confesión de sus pecados! Pero escuchen más bien las invitaciones de su Salvador, quien ha muerto en la cruz, para que ustedes pudieran ser salvadas; y quien, Él sólo, puede dar descanso a sus almas cansadas.
 
 
Oigan sus palabras, cuando Él les dice: "Venid a mí, oh vosotros pesadamente cargados, aplastados, por así decirlo, bajo la carga de vuestros pecados, y yo les daré descanso. . . Yo soy el médico de vuestras almas. . . Aquellos que están sanos no necesitan de un médico, sino aquellos que están enfermos. . . . Venid, entonces a mí, y seréis sanados. . . . Yo no he rechazado ni perdido a nadie que haya venido a mí. . . . invocad mi nombre. . . . creed en mí. . . . arrepentíos. . . . amad a Dios, y a vuestro prójimo como a vosotros mismos, y seréis salvados. . . Porque todo el que cree en mí e invoca mi nombre, será salvado. . . . Cuando sea levantado entre el cielo y la tierra, atraeré a todos hacia mí. . . ."
 
¡Oh, madres e hijas, en vez de acudir al sacerdote por perdón y salvación, acudan a Jesús, quien está invitándoles tan insistentemente! y más cuanto más necesidad tienen de ayuda y gracia divina. Aún, si son tan grandes pecadoras como María Magdalena, pueden, como ella, lavar los pies del Salvador con las fluentes lágrimas de su arrepentimiento y de su amor, y como ella, pueden recibir el perdón de sus pecados.
 
¡A Jesús, entonces, y a Él sólo, acudan para la confesión y el perdón de sus pecados; porque allí, solamente, pueden encontrar paz, luz, y vida para toda la eternidad!
 
 
 

CAPÍTULO XI.
 
LA CONFESIÓN AURICULAR EN AUSTRALIA, NORTEAMÉRICA Y FRANCIA

 
Esperamos que este capítulo será leído con interés y provecho en todas partes; será especialmente interesante para la gente de Australia, Norteamérica y Francia. Que todos consideren con atención sus solemnes enseñanzas; verán como la confesión auricular está esparciendo, por doquier, las semillas de una inenarrable corrupción en cada lugar, en todo el mundo. Que todos vean cómo el enemigo está exitosamente ocupado, en destruir todo vestigio de honestidad y pureza en los corazones y las mentes de las bellas hijas de sus países.
 
Aunque he estado en Australia solamente unos pocos meses, tengo una colección de hechos auténticos e innegables acerca de la destrucción de la virtud femenina, por medio del confesionario, que llenaría varios grandes volúmenes, e impresionarían al país con horror, si fuera posible publicarlos todos. Pero para mantenerme dentro de los límites de un breve capítulo, daré sólo unos pocos de los más públicos.
 
No hace mucho, una joven dama Irlandesa, perteneciente a una de las más respetables familias de Irlanda, fue a confesarse con un sacerdote de Parramatta. Pero las preguntas que le hicieron en el confesionario, fueron de un carácter tan bestial; los esfuerzos hechos por este sacerdote para convencer a su joven penitente temerosa de Dios y honesta, para que aceptara satisfacer los infames deseos de su corrupto corazón, causaron que la joven mujer renunciara inmediatamente a la Iglesia de Roma, y quebrara las cadenas, con las cuales había estado largo tiempo atada a los pies de sus pretendidos seductores. Que el lector lea cuidadosamente su carta, que he copiado de la Sydney (Australia) Gazette, del 28 de julio de 1839, y verá cuan valientemente, y bajo su propia firma, ella no sólo acusa a sus confesores de haberla escandalizado de manera muy infame con sus preguntas, y de haber tratado de destruir en ella el último vestigio de pudor femenino, sino que también declara que muchas de sus amigas habían reconocido en su presencia, que habían sido tratadas de una forma muy similar, por sus padres confesores.
 
Como esa joven dama era la sobrina de un muy conocido Obispo Católico Romano, y la pariente cercana de dos sacerdotes, su declaración pública hizo una profunda impresión en la mente de la gente, y la jerarquía Católica Romana sintió profundamente el golpe. Los hechos fueron dados por esa irreprochable testigo en forma muy llana y valiente como para ser negados. La única cosa a la que aquellos enemigos implacables de todo lo que es verdadero, santo y puro, en el mundo, recurrieron, para defender su tambaleante poder, y mantener su máscara de honestidad, fue a lo que han hecho en todos los tiempos—"asesinar a la honesta joven muchacha que no habían sido capaces de silenciar". Unos pocos días después, fue encontrada bañada en su sangre, y cruelmente herida, a una corta distancia de Parramatta; pero por la bondadosa providencia de Dios, los pretendidos asesinos, enviados por los sacerdotes, habían fallado en matar a su víctima. Ella se recuperó de sus heridas, y vivió muchos años más para proclamar ante el público, cómo los sacerdotes de Australia, así como los sacerdotes del resto del mundo, hacen uso de la confesión auricular para corromper los corazones, y maldecir las almas de sus penitentes.
 
Aquí está la carta de esa joven, honesta, y valiente dama:
 
EL CONFESIONARIO
 
(A los Editores de la Sydney Gazette).
 
Mientras leía rápidamente, el otro día, en la Sydney Gazette, un relato del juicio, que se llevó a cabo en la Corte Suprema, el martes 9, al instante, fui impactada con inexpresable asombro ante el testimonio del Dr. Polding, Obispo Católico Romano en esta colonia, y comencé a buscar información, en su periódico, si es que existe alguna diferencia entre los sacerdotes Católicos Romanos ingleses y los irlandeses. Si no la hay, y si lo que el Dr. Polding dice es realmente así, yo debo haber sido tratada ciertamente de forma muy injusta, por la mayoría de los sacerdotes con quienes me he confesado.
 
Yo sé muy bien que un sacerdote Católico Romano nunca dirá: "Págueme tanto, y le daré la absolución", porque eso sería dejar al descubierto la maniobra; pero los hechos hablan más fuerte que los preceptos, y yo puedo decir por mi parte, (y conozco de cientos, que podrían decir lo mismo, si se atrevieran); que he pagado al sacerdote, innumerables veces, antes de levantarme de mis rodillas en la confesión, bajo la excusa, como mostraré, de obtener misas y oraciones dichas para la liberación del purgatorio de las almas de mis parientes fallecidos.
 
Yo fui enseñada para creer que las misas no eran válidas, a menos que no estuviera en un estado de pecado, o en otras palabras, que estuviera en un estado de gracia. Por lo tanto debo ser absuelta, para hacer eficaces a las misas, y todos los Católicos Romanos saben muy bien, que todas las misas deben pagarse, antes de ser dichas. Me dijo un sacerdote, un hombre de buena educación, que cuanto más diera, sería mejor para mi propia alma, y las almas de amigos detenidas en el purgatorio. Fui enseñada a creer que la Iglesia de Roma siendo infalible, e incapaz de errar, su doctrina y sus prácticas eran las mismas en todo el mundo; por supuesto yo quedé muy perpleja al leer el testimonio del Dr. Polding. Creo que él debe estar trabajando bajo un gran error, cuando dice, que está estrictamente prohibido para un sacerdote recibir dinero bajo ninguna circunstancia, o que incluso si algo fuera dado para fines de caridad, es usual darlo en otro momento, "pero no habitualmente", o de otra manera los sacerdotes de Irlanda serían escandalosamente simoníacos. Quizás el Dr. Polding me informará, por qué yo debía, por muchos años, y no sólo yo, sino muchos miembros de mi pobre engañada familia, pagar a los sacerdotes por reliquias—tales como "la palabra de la cruz", "huesos santos", "cera santa", "fuego santo", "partes de ropas de santos", de Roma y otros lugares: "arcilla santa", de las tumbas de los santos; "el Agnus Dei", [n. de t.: una lámina de cera con la imagen de un cordero bendecida por el Papa], "evangelios", "escapularios", "velas benditas", "sal bendita", "manteca de San Francisco", etc.
 
Pero me faltaría el tiempo para repetir los abominables engaños por los que he pagado, y ninguno de ellos podría, de ninguna manera, contarse entre los gastos para viajar de los sacerdotes, ya que los sacerdotes residían en el lugar; pero, quizás, no son estos algunos de los actos que llevarían a un sacerdote a envilecerse con su propia comunidad, como reconoce el Dr. Polding: "hay ciertos hechos a los cuales, intrínsecamente y esencialmente, hay asociadas degradaciones y aborrecimiento", pero yo humildemente y de corazón agradezco a Dios que no tengo, como el Dr. Polding, que esperar hasta haber "sido Protestante", para conocer cómo tales actos deben afectar a todos los que llegan dentro del alcance de su contagio, como yo muy solemnemente protesto, ante Dios y los hombres, contra los refugios de mentira y de adoración idólatra de la Iglesia Papista, por lo cual es mi más fervorosa y constante oración, que no sólo mis propios parientes, sino también todos los que están dentro de sus límites, puedan, por las riquezas de la gracia de Dios, "salir de en medio de ellos, y apartarse", como yo, conforme al camino que ellos llaman herejía—"para que puedan no obstante ser traídos a adorar al Dios de sus padres".
 
Pero hay una cosa afirmada por el Dr. Polding, en su testimonio, que necesita explicaciones detalladas, ya que o se arroja una muy blasfema consideración de las Santas Escrituras, o el Dr. Polding debe, si él dirige la atención de los Protestantes a las Santas Escrituras, en defensa de la regla de confesión, en la Iglesia Católica Romana, ser totalmente ignorante de lo que el estudiante común en la Academia Maynooth, [un seminario de Irlanda], es maestro; y si no fuera porque estimo a la gloria de Dios mucho más allá de mis propios sentimientos de delicadeza femenina, me rehusaría a reconocer esto que reconozco ahora públicamente, y con vergüenza, que he estudiado cuidadosamente las traducciones de los extractos de la "Teología de Dens", donde es encontrada completamente la verdadera práctica del confesionario Católico Romano, y autorizada públicamente por el Dr. Murray, el Arzobispo Católico Romano de Dublín, y en presencia de mi Hacedor, declaro solemnemente, que como es de horrible e inenarrablemente vil ese libro, se me han hecho preguntas en el confesionario cien veces más repulsivas, las cuales fui obligada a contestar, habiéndome dicho mi confesor: "que siendo avergonzada de responderle, yo estaba en un estado de pecado mortal". Frecuentemente fui obligada a realizar severa penitencia, por repetir a mis compañeras, una parte de estas horribles cosas, fuera de la confesión, y comparando las preguntas que les hacían, (tanto como lo permitía la decencia), con aquellas hechas a mí. Qué pensará entonces el público Protestante, cuando declare una vez más, y en la misma solemne manera, que la experiencia de ellas, y especialmente la experiencia de una de ellas, fue peor que la mía, siguiendo hechos a las preguntas, lo cual creo prestamente, por las muestras ofrecidas a mí, un día, en el confesionario.
 
Entonces, si el Dr. Polding solamente me probara, simplemente con las Santas Escrituras, alguna autoridad por lo que he dicho, sobre la Confesión Católica Romana, y que puede ser leído por cualquiera que lo desee, en la Teología de Dens,—prometo volver al seno de la Iglesia Católica Romana. Pero debo dejar por ahora este asunto, sobre el que podría relatar lo que llenaría un volumen de tamaño moderado, y hablar sólo unas pocas palabras sobre la venta de indulgencias, de lo cual el Dr. Polding ha leído solamente "en libros Protestantes". Esto también me asombra, que un obispo en la Iglesia Católica Romana, no conociera nada de estas cosas, y yo haya comprado una, durante el cólera de 1832. En aquel tiempo oí de los sacerdotes de la parroquia publicar desde el altar, que el Papa había concedido una indulgencia; y, como el cólera estaba desenfrenado en Dublín, todos estaban con temor de que se diseminara sobre todo el país, y todo Católico Romano que podía por lo menos arrastrarse hasta la capilla, en la parroquia donde yo vivía, no perdía tiempo en venir. Entre ellos recordaré al sacerdote que me mostró a una mujer anciana, quien, dijo él, no había ido a confesarse por cincuenta años, y quien estaba en el acto de poner su dinero sobre la bandeja, cuando él la señalaba. La indulgencia debía ser obtenida, como lo había publicado el sacerdote, y vi a la mujer anciana poner su dinero sobre la bandeja, donde puse el mío—ella obtuvo su sello de indulgencia, y yo obtuve el mío. ¿Tendrá el Dr. Polding la amabilidad de decirme para qué era el dinero? En obediencia a la indulgencia, era necesario también, decir muchas oraciones, como el "Salterio de Jesús", etc., pero aquellos que no podían debían llevar su rosario a sus sacerdotes, quienes seleccionaban una apropiada cantidad de oraciones para ser dichas por ellos. Las personas daban según su elección, el dinero que querían, pero no fue tomado nada de menor valor que plata. He visto bandejas sobre la mesa de la sacristía de la capilla, en ese tiempo, llenas de plata, dinero y oro, también vi bandejas para el mismo fin, en la Capilla de la calle Marlborough, en Dublín, sobre la pileta de agua bendita.
 
Cuantas pobres criaturas he conocido, que estaban muy cerca de morir de hambre, suplicando o pidiendo prestado seis centavos, para estar en la capilla en aquel tiempo; pero habría sido casi imposible para mí, a menos que fuera tan insensible como las imágenes que fui enseñada a adorar, especialmente a mi propio ángel guardián, a Santa Inés, a quien, junto a la Virgen María, se me enseñó a rendir mayor adoración que a Dios mismo, que hubiera permanecido sin enterarme de estos ardides, y otros mucho más perversos y abominables, bajo el ropaje de la religión de la mayor autonegación, teniendo tantos sacerdotes relacionados conmigo, siendo obispo un tío mío, y criada entre sacerdotes, frailes, y monjas de casi todas las órdenes, desde mi nacimiento, siendo además yo misma una sumamente celosa Católica Romana, durante mi ignorancia de "la verdad, como está en Jesús". Pero estoy contenta por dejar todos los bienes temporales como ya lo he hecho, al dejar adinerados parientes y antiguos amigos, solamente deseando desde mi corazón, que, como sufrí la pérdida de todas las cosas, pueda "ser más capacitada para tenerlas por estiércol, para ganar a Cristo, y ser hallada en Él, no teniendo mi justicia, (que fui enseñada a apreciar en la Iglesia Católica Romana, y que es por la ley), sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe". Yo sé, señor, que he ocupado mucho de su diario, pero, debería complacer a Dios, que las verdades, las solemnes verdades, que he dicho, sean tan bendecidas como para despertar aunque sea uno de mis semejantes pecadores haciéndoles recapacitar, y salir de ese cautiverio de esclavitud, en el cual sé muy bien, ellos se mantienen, y comiencen a pensar por ellos o ellas mismas, estoy segura de que usted se sentirá doblemente recompensado por el espacio que ha dado a esta carta.
 
Yo, señor, soy, etc., etc.
 
AGNES CATHERINE BYRNE.
 
25 de julio de 1839.
 
Como algunas personas, con un erróneo sentido de la caridad, pueden ser tentadas a creer que los sacerdotes de Roma, en Australia, se han reformado, y no son tan corruptos actualmente como lo fueron en 1839, que éstas lean el siguiente documento que tomé del Sydney Evening News, del 19 de noviembre de 1878:
 
"Uno de los más grandes conjuntos que alguna vez fueron vistos dentro del Salón Protestante en la calle Castlereagh, asistió la última noche en respuesta a un anuncio publicando que una dama brindaría una conferencia sobre el asunto: 'La señora Constable mal, y el ex-sacerdote Chiniquy bien, en relación con la confesión auricular; probado por la experiencia personal de la dama en Sydney'. El edificio estaba densamente lleno en todos sus espacios, y no había lugar para estar de pie. Sobre la plataforma, alrededor de ella, y en las galerías había gran número de damas. El pastor Allen entonces abrió el acto presentando el himno 'Roca de la eternidad abierta para mí'. El Sr. W. Neill, (el banquero), fue votado para la presidencia. La dama conferenciante, la señora Margaret Ann Dillon, una dama de edad intermedia, pulcramente vestida, fue entonces presentada a la audiencia. Al principio se mostraba algo temblorosa y confusa, lo cual explicó que era debido principalmente a la cruel y despiadada carta que había recibido esa noche, anunciando la muerte de su marido. Ella dijo que no había sido criada en la fe Católica Romana, pero después de mucha reflexión se había unido a esa Iglesia, porque había sido llevada a creer que ésta era la única Iglesia verdadera. Durante años luego de unirse a la Iglesia, asistió fielmente a sus deberes, incluso la confesión auricular. No era su intención insultar a los Católicos Romanos al presentarse públicamente, sino refutar los argumentos de la Sra. Constable, y mostrar que las afirmaciones del ex-sacerdote Chiniquy eran verdaderas. Nada más que su deber para con Dios le habría motivado a acudir ante ellos de esta manera pública. Esta era su primer aparición pública; por lo tanto, ellos deben tolerar sus imperfecciones; pero ella hablaría con verdad y arrojo. Su disertación se referiría enteramente a su propia experiencia personal con la confesión auricular. Después de algunos comentarios adicionales, se requirió al Sr. Neill que leyera la siguiente carta, enviada por la dama conferenciante al Arzobispo Vaughan: 'No. 259 Kent Street, Sydney. 12 de abril de 1878. A su Gracia el Arzobispo Vaughan. Pueda esto complacer a su Gracia: He estado durante bastante tiempo muy deseosa de traer un asunto sumamente doloroso ante su atención, y que me ha causado considerable pena. Varias razones me impidieron hacerlo hasta ahora, y solamente es cuando percibo el objeto de mi queja aparentemente no castigado por su conducta, como escuché que fue el caso, que decidí apelar a usted, sintiéndome segura de obtener la corrección. Alrededor del año 1876, residía en la calle Clarence, en esta ciudad, y mientras sufría una aguda enfermedad fui visitada por el Padre Sheridan, de Santa María, como también por el Padre Maher. Del primero recibí los ritos finales de la Iglesia, porque se suponía que yo estaba en mi lecho de muerte. Media hora después que el Padre Sheridan me había dejado, el Padre Maher llegó, e insistió en realizar el servicio para mí, lo cual rechacé. Había sobre la mesa una botella con coñac, y al lado un vaso que contenía una pequeña cantidad de aceite de ricino para mi uso. El Padre Maher deseaba algo del licor, y mi esposo, que estaba en la habitación, le pidió que se sirviera. Él hizo así, usando el vaso que contenía la medicina, y descubriendo el error, vació algo más de licor en un vaso limpio, y lo tomó. Entonces quiso que mi marido dejara la habitación. Entonces se acercó al lado de mi cama con la apariencia de querer administrarme los ritos de la Iglesia, y yo le reprendí, cuando puso sus manos violentamente sobre mí, y me hizo las más indecorosas propuestas. En mi lucha al resistirme, mi bata quedó muy desgarrada. Él me aseguró que no se me dañaría si accedía a sus terribles planes, (exclamaciones de ¡Oh! ¡Oh!), diciendo que él estaba bajo las santas órdenes, y eso no sería juzgado como un pecado por la Iglesia, o palabras con ese sentido. (Conmoción). Finalmente, encontré la fuerza para llamar a mi esposo; y, cuando se hizo presente, el Padre Maher fue obligado a dejar la habitación. Yo estaba temerosa de decirle a mi marido lo que sucedió, porque estaba segura de que usaría la violencia con el Padre Maher. Después del hecho, me enteré que había sido suspendido por alguna otra causa, y que era inútil que hiciera algo sobre la cuestión. Pero como, en el mes presente, lo he visto pasando por mi puerta vestido con un atuendo normal de sacerdote, y siendo evidente para mí que él todavía está bajo cierto control, me decidí a hacer el reclamo que tan abundantemente se merece. Agrego que cuando mi esposo lo condujo fuera de la casa, él (el Padre Maher) estaba bastante intoxicado con el licor que había tomado.—Yo soy, con mucho respeto, la humilde servidora de su Gracia, MARGARET ANN DILLON'. La señora Dillon procedió luego, muy extensamente, a relatar en forma minuciosa los hechos del incidente mencionado en la carta, y cómo el Vicario General (el Deán Sheridan) fue donde ella estaba para silenciar el asunto. En un largo diálogo con el reverendo Deán, ella afirmó que él aseguró que el Arzobispo Vaughan había derramado lágrimas sobre su carta, y que él, (el Deán), había sabido siempre que ella era una buena mujer. En respuesta a una pregunta, el Deán le dijo que 'una vez sacerdote siempre sacerdote'; pero ella replicó, 'una vez en infamia, siempre en infamia'. Posteriormente, un sacerdote la visitó, y le preguntó por qué no iba a la iglesia. Ella le explicó que, teniendo tres niños que cuidar, no podía ir. Una vez, un sacerdote vio la Biblia Protestante junto a algunos otros libros sobre la mesa, y él le dijo: 'Veo que tiene algunos libros heréticos aquí; debe tomarlos y quemarlos'. Ella le dijo que no lo haría; y él dijo: 'Si no me da esos libros, no le daré la absolución'. Ella dijo que no le importaba, y él dejo el lugar. La dama leyó luego de la Teología de Dens, Vol. VI., página 305, acerca de las doctrinas del confesionario. Ella sostuvo que los sacerdotes en la casilla del confesionario se comparaban con Dios, pero afuera de ésta sólo eran hombres. Ella no expresaría el sucio lenguaje que había sido forzada a oír y a responder en la casilla del confesionario. No sólo ella, sino también su hija podía testificar las abominaciones del confesionario. Ella se había casado dos veces, y al poco tiempo de la muerte de su primer marido, envió a su hija a confesarse. El sacerdote dijo a la hija que su padre muerto, que había sido un Protestante, era un hereje, y estaba en el infierno. Ella urgió a las mujeres Católicas que no debían enviar sus hijos para ser insultados y degradados por el confesionario. Ella esperaba que ellas mantendrían a sus hijos alejados de éste, porque los sacerdotes les hacen preguntas sugiriendo perversidades de la clase más grosera, y llenando sus mentes con pensamientos carnales por primera vez en sus vidas. (Ovación). Ella recomendaría firmemente a todos los hombres Católicos Romanos que no permitieran que los sacerdotes permanecieran solos con sus esposas, [n. de t.: o sería mejor aún que abandonaran definitivamente toda asociación con esa falsa iglesia]. Napoleón adoptó un plan por el cual él mismo idearía las preguntas que debían hacerse a su hijo en el confesionario. Si Napoleón era tan cuidadoso de su hijo, cuanto más deben serlo aquellos que están en una nivel de vida más humilde. La señora Dillon, entonces, leyó extractos de la Teología de Dens y otros libros de textos, que ella afirmaba eran las obras estándar de la Iglesia Católica Romana, para refutar los argumentos de la señora Constable. Su experiencia, así como la de muchas otras, claramente probaban que la causa de la mayoría del gran número de chicas en las calles se origina en las abominables preguntas que deben contestar en la casilla del confesionario. (Ovación). No solamente la mayoría de estas chicas eran Católicas, sino que nuestros hospitales e instituciones benéficas están llenas con aquellas cuyas tempranas vidas fueron degradadas en el confesionario. (Oigan, oigan). Finalmente, la señora Dillon trató brevemente sobre la cuestión del sacramento, afirmando que los sacerdotes tienen mucho cuidado de beber el vino—la sangre de Cristo—, y el pueblo tiene la pastilla,—el cuerpo de Cristo. (Risas). La señora Dillon volvió a su asiento en medio de tumultuoso aliento. Frecuentemente sus comentarios crearon gran sensación y estallidos de aplausos. El Reverendo Pastor Allen leyó una carta enviada esa noche a la dama conferenciante, conteniendo un extracto del S. M. Herald, publicado hace cuatro años, acerca del castigo de un Abate por conducta indigna como sacerdote con cuatro jóvenes damas en el confesionario. Se aprobó un vigoroso voto de agradecimiento a la dama conferenciante, y un honor similar fue otorgado al Sr. Neill, por presidir. La bendición y el canto del Himno Nacional cerró el acto alrededor de las nueve y media.
 
¿Ha visto el mundo alguna vez un hecho más repugnantemente corrupto que el de ese sacerdote? ¿Quién no será conmovido con horror ante la vista de ese confesor, que lucha contra su moribunda penitente, y desgarra su bata, cuando ella está en su lecho de muerte, para satisfacer sus viles inclinaciones?
 
¡Qué horrible espectáculo es presentado aquí, por las manos de la Providencia, ante los ojos de un pueblo Cristiano! ¡Una mujer moribunda obligada a forcejear y luchar contra su confesor, para mantener su pureza y honor intactos! ¡Su bata desgarrada por el bestial sacerdote de Roma!
 
Que los norteamericanos que quieren conocer más precisamente lo que está sucediendo entre los padres confesores y sus penitentes femeninas en los Estados Unidos, vayan al hermoso pueblo de Malone, en el Estado de Nueva York. Allí verán, por los registros públicos de la corte, como el Padre McNully sedujo a su bella penitente, la señorita McFarlane, quien estaba alojada con él, y de quien él era el profesor. Verán que los enfurecidos padres de la joven dama le acusaron y obtuvieron un veredicto de $2.129 por daño, que él se rehusó a pagar. ¡Fue apresado—quebrantó su encarcelamiento, fue a Canadá, donde los obispos lo recibieron y lo emplearon entre los confesores de las jóvenes irlandesas del territorio!
 
¿No se repiten todavía en todo el mundo los ecos de los horrores del convento de monjas en Cracow Austria? A pesar de los esfuerzos sobrehumanos de la prensa Católica Romana para suprimir o negar la verdad, ¿no ha sido probado por la evidencia que la desdichada monja Barbary Ubryk fue encontrada absolutamente desnuda en un sumamente horrible, oscuro, húmedo y sucio calabozo, donde era retenida por las monjas porque se había rehusado a vivir la vida de infamia de ellas con su Padre confesor Pankiewiez? ¿Y no ha corroborado ese miserable sacerdote todo lo que se le acusaba, al poner un fin, como Judas, a su propia infame vida?
 
Yo encontré, en Montreal, un sobrino de la monja Barbara Ubryk, que estuvo en Cracow cuando su tía fue encontrada en su horrible peligro. Él no sólo corroboró todo lo que la prensa había dicho acerca de las torturas de su pariente cercana y la causa de ellas, sino que también renunció públicamente a la Iglesia de Roma, cuyo confesionario él sabía personalmente, son escuelas de perdición.
 
Yo visité Chicago por primera vez en 1851, ante el insistente pedido del Obispo Vandevelde. Esto era para abarcar Illinois, tanto como pudiéramos, con Católicos Romanos de Canadá, Francia, y Bélgica, para que pudiéramos poner ese espléndido Estado, que era entonces una especie de desierto, bajo el control de la Iglesia de Roma. Entonces interrogué a un sacerdote sobre las circunstancias de la muerte del fallecido Obispo. Ese sacerdote no tenía ninguna clase de razones para engañarme y no admitir la verdad, y con una mente evidentemente angustiada me dio los siguientes detalles, que aseguró, eran la exacta aunque muy triste verdad:
 
"El Gran Vicario, M. . ., se había enamorado de su hermosa penitente, la dotada Monja, . . . , Superiora del Convento de Lorette. La consecuencia fue que para encubrir su caída, ella fue, con el pretexto de renovar su salud, a una ciudad del oeste, donde pronto murió al dar a luz a un niño nacido muerto".
 
Aunque estos misterios de iniquidad habían sido mantenidos en secreto, tanto como fue posible, bastante de ellos había llegado a los oídos del Obispo para llevarle a decir al confesor que estaba obligado a averiguar sobre su conducta, y que, si era encontrado culpable, sería inhabilitado. Ese sacerdote de forma atrevida e indignada negó su culpa; y dijo que estaba contento por esa investigación. Porque se jactaba de que estaba seguro de probar su inocencia. Pero después de una reflexión más madura, cambió de opinión. ¡¡¡Para salvar a su obispo de los problemas de esa investigación, le suministró una dosis de veneno que le alivió de las miserias de la vida, después de cinco o seis días de sufrimiento, que los doctores tomaron como una enfermedad común!!!
 
¡Confesión auricular! ¡Estos son algunos de tus misterios!
 
La gente de Detroit, Michigan, todavía no se ha olvidado de aquel amable sacerdote que era el confesor, "de moda", de las damas Católicas Romanas jóvenes y viejas. Todos ellos recuerdan todavía, la oscura noche durante la cual partió a Bélgica, con una de sus más bellas penitentes, y $4.000 que había tomado del dinero de su Obispo Lefebvre, para pagar sus gastos de viajes. ¿Y, quién, en esa misma ciudad de Detroit no simpatiza todavía con ese joven doctor cuya hermosa esposa huyó con su padre confesor, para, debemos suponer caritativamente, ser más beneficiada con la constante compañía de su espiritual y santo (?) médico?
 
Que mis lectores vengan conmigo a Bourbonnais Grove, y allí todos les mostrarán al hijo que el Sacerdote Courjeault tuvo de una de sus bellas penitentes.
 
¡Protestantes de rodillas! Que están hablando constantemente de paz, paz, con Roma, y que están humildemente postrados a sus pies, para venderles sus mercancías, u obtener sus votos, ¿no entienden su suprema degradación?
 
No nos respondan que estos son casos excepcionales, porque estoy listo para probar que esta inenarrable degradación e inmoralidad son el estado normal de la mayor parte de los sacerdotes de Roma. El Padre Hyacinthe ha declarado públicamente, que el noventa y nueve por ciento de ellos, viven en pecado con las mujeres que ellos han destruido. Y no solamente los sacerdotes comunes están, en su mayoría, hundidos en ese profundo abismo de infamia secreta o pública, sino también los obispos y papas, con los cardenales, no son mejores.
 
¡Quién no conoce la historia de aquella interesante joven muchacha de Armidale, Australia, quien, últimamente, confesó a sus distraídos padres, que su seductor había sido nada menos que un obispo! ¡Y cuando el padre enfurecido persiguió al obispo por los daños, ¿no es un hecho público que él consiguió £350 del obispo del Papa, con la condición de que emigraría con su familia, a San Francisco, donde esta gran iniquidad podría ser encubierta?! Pero, desafortunadamente para el criminal confesor, la muchacha había dado a luz a un pequeño obispo, antes de irse, y puedo dar el nombre del sacerdote que bautizó al hijo de su propio santo (?) y venerable (?) obispo.
 
¿Olvidará el pueblo de Australia alguna vez la historia del Padre Nihills, que fue condenado a tres años de cárcel, por un crimen inmencionable con una de sus penitentes?
 
Esto trae a mi mente el deplorable fin del Padre Cahill, quien cortó su propia garganta hace no mucho, en Nueva Inglaterra, para escapar de la persecución de la hermosa muchacha que había seducido. ¿Quién no oyó del gran Vicario de Boston, que aproximadamente hace tres años, se envenenó para escapar de la sentencia que iba a ser arrojada contra él al día siguiente, por la Corte Suprema, por haber seducido a una de sus bellas penitentes?
 
¿No ha sido toda Francia conmocionada con horror y confusión por las declaraciones hechas por la noble Catherine Cadiere y sus numerosas jóvenes amigas, contra el padre confesor, el Jesuita, John B. Girard? Los detalles de las villanías practicadas por ese santo (?) padre confesor y sus cómplices, con sus bellas penitentes, son tales, que una pluma Cristiana no puede volver a escribirlas, y ningún lector Cristiano aceptaría tenerlas ante sus ojos.
 
Si este capítulo no fue lo suficientemente largo, yo diría como el Padre Achazius, superior de un convento de monjas en Duren, Francia, acostumbraba a consagrar a las damas jóvenes y mayores que se confesaban con él. El número de sus víctimas fue tan grande, y sus rangos sociales tan altos, que Napoleón pensó que era su deber llevar ese escandaloso asunto delante suyo.
 
La forma en que este santo (?) padre confesor acostumbraba conducir a muchachas nobles, mujeres casadas, y monjas del territorio de Aix-la-Chapelle, fue revelado por una joven monja que había escapado de las asechanzas del sacerdote, y se casó con un oficial superior del ejército del Emperador de Francia. Su marido pensaba que era su deber dirigir la atención de Napoleón a las acciones de ese sacerdote, por medio del confesionario. Pero las investigaciones que fueron dirigidas por el Consejero del Estado, Le Clerq, y el profesor Gall, estaban comprometiendo a tantos otros sacerdotes, y a tantas damas de los más elevados niveles de la sociedad, que el Emperador fue totalmente abatido, y atemorizado de que la exposición de esto a toda Francia, causaría que el pueblo renovara las tremendas matanzas de 1792 y 1793, cuando treinta mil sacerdotes, monjes y monjas, habían sido colgados, o disparados sin misericordia, como los más implacables enemigos de la moralidad pública y la libertad. En aquellos días, aquel ambicioso hombre estaba necesitado de los sacerdotes para forjar las cadenas con las cuales el pueblo de Francia sería firmemente atado a las ruedas de su carruaje.
 
Él ordenó abruptamente a la corte investigadora que cesara la indagación, bajo el pretexto de salvar el honor de muchas familias, cuyas mujeres solteras y casadas habían sido seducidas por sus confesores. Pensó que la prudencia y la vergüenza estaban urgiéndole a no levantar más el oscuro y pesado velo, detrás del cual los confesores ocultan sus prácticas infernales con sus bellas penitentes. Él determinó que era suficiente encarcelar de por vida al Padre Achazius y sus compañeros sacerdotes en un calabozo.
 
Pero si giramos nuestras miradas desde los humildes sacerdotes confesores hacia los monstruos que la Iglesia de Roma adora como los vicarios de Jesucristo—los sumos Pontífices—los Papas, ¿no encontraremos horrores y abominaciones, escándalos e infamias que superan todo lo hecho por los sacerdotes comunes detrás de las impuras cortinas de la casilla del confesionario?
 
¿No nos dice el mismo Cardenal Baronio, que el mundo jamás vio algo comparable a las impurezas y los inmencionables vicios de un gran número de papas?
 
¿No nos dan los archivos de la Iglesia de Roma la historia de esa famosa prostituta de Roma, Marozia, quien vivió en concubinato público con el Papa Sergio III, a quien ella elevó a la así llamada silla de San Pedro? ¿No tuvo ella también, un hijo de ese Papa, a quien ella también hizo un papa después de la muerte de su santo (?) padre, el Papa Sergio?
 
¿No pusieron la misma Marozia y su hermana, Teodora, sobre el trono pontificio uno de sus amantes, bajo el nombre de Anastasius III, que fue seguido pronto por Juan X? ¿Y no es un hecho público, que el papa habiendo perdido la confianza de su concubina Marozia, fue estrangulado por orden suya? ¿No es también un hecho de pública notoriedad, que su seguidor, León VI, fue asesinado por ella, por haber dado su corazón a otra mujer, todavía más degradada?
 
¡El hijo que Marozia tuvo del Papa Sergio, fue elegido papa, por la influencia de su madre, bajo el nombre de Juan XI, cuando no era todavía de dieciséis años! Pero habiendo reñido con algunos de los enemigos de su madre, fue golpeado y enviado a la cárcel, donde fue envenenado y murió.
 
En el año 936, el nieto de la prostituta Marozia, después de varios encarnizados encuentros con sus oponentes, triunfó en tomar posesión del trono pontificio bajo el nombre de Juan XII. Pero sus vicios y escándalos llegaron a ser tan intolerables, que el erudito y célebre Obispo Católico Romano de Cremorne, Luitprand, dice de él: "Ninguna dama honesta osaba mostrarse en público, porque el Papa Juan no tenía respeto por muchachas solteras, ni por mujeres casadas, o viudas—era seguro que serían corrompidas por él, incluso sobre las tumbas de los santos apóstoles, Pedro y Pablo.
 
Ese mismo Juan XII fue matado de inmediato por un caballero, que lo encontró cometiendo el acto de adulterio con su esposa.
 
Es un hecho bien conocido que el Papa Bonifacio VII había causado que Juan XIV fuera aprisionado y envenenado, y poco después de morir, el pueblo de Roma arrastró su cuerpo desnudo por las calles, y lo dejó, horriblemente mutilado, para ser comido por perros, si unos pocos sacerdotes no lo hubieran enterrado secretamente.
 
Que los lectores estudien la historia del famoso Concilio de Constanza, convocado para poner un fin al gran cisma, durante el cual tres papas, y a veces cuatro, estuvieron todas las mañanas maldiciéndose unos a otros y llamando a sus oponentes Anticristos, demonios, adúlteros, sodomitas, asesinos, enemigos de Dios y el hombre.
Como cada uno de ellos fue un infalible papa, de acuerdo al último Concilio del Vaticano, estamos obligados a creer que estuvieron acertados en los cumplidos que se tributaron unos a otros.
 
A uno de estos santos (?) papas, Juan XXIII, [n. de t.: no el del siglo XX sino del siglo XV], habiéndose presentado ante el Concilio para dar una explicación de su conducta, se le comprobó por medio de treinta y siete testigos, la mayor parte de los cuales eran obispos y sacerdotes, haber sido culpable de fornicación, adulterio, incesto, sodomía, simonía, robo, y asesinato. También fue probado por una legión de testigos, que él había seducido y violado a 300 monjas. Su propio secretario, Niem, dijo que había mantenido en Boulogne, un harén, donde no menos de 200 muchachas habían sido las víctimas de su lascivia.
 
¿Y qué podríamos no decir de Alejandro VI? Ese monstruo que vivió en incesto público con sus dos hermanas y su propia hija Lucrecia, de quien tuvo un hijo.
 
Pero me detengo—me sonrojo por ser forzado a repetir tales cosas. Nunca las hubiera mencionado si no fuera necesario no solamente para poner un fin a la insolencia y a las pretensiones de los sacerdotes de Roma, sino también para hacer que los Protestantes recuerden por qué sus heroicos padres han hecho sacrificios tan grandes y luchado tantas batallas, derramado su sangre más pura e incluso muerto, para quebrantar las cadenas con las que estaban atados a los pies de los sacerdotes y los papas de Roma.
 
Que mis lectores no sean engañados por la idea de que los papas de Roma en nuestros días, son mucho mejores que aquellos de los siglos noveno, décimo, undécimo y duodécimo. Ellos son absolutamente lo mismo—la única diferencia es que, hoy, ellos tienen un poco más de cuidado para esconder sus secretas orgías. Porque ellos saben bien que las naciones modernas, iluminadas como están, por la luz de la Biblia, no tolerarían las infamias de sus antecesores; muy pronto los arrojarían al Tíber, si osaran repetir en pleno día, las escenas de las que los Alejandro, Esteban, Juan, etc. etc., fueron los protagonistas.
 
Vayan a Italia, y allí los mismos Católicos Romanos les mostrarán las dos hermosas hijas que el último Papa, Pío IX, tuvo de dos de sus amantes. Ellos les dirán, también, los nombres de otras cinco amantes—tres de ellas monjas—que tuvo cuando era un sacerdote y un obispo, algunas de ellas todavía viven.
 
¡Pregunten a aquellos que conocieron personalmente al Papa Gregorio XVI, el antecesor de Pío IX, y después que les hayan dado la historia de sus amantes, una de las cuales era la esposa de su peluquero, les dirán que él era uno de los más grandes ebrios en Italia!
 
¿Quién no ha oído del bastardo, que el Cardenal Antonelli tuvo de la Condesa Lambertini? ¿No ha llenado Italia y el mundo entero con vergüenza y disgusto el pleito legal de aquel hijo ilegítimo del gran cardenal secretario?
 
Sin embargo, nadie puede estar sorprendido de que los sacerdotes, los obispos, y los papas de Roma estén hundidos en un abismo de infamia tan profundo, cuando recordamos que ellos son nada más que los sucesores de los sacerdotes de Baco y Júpiter. Porque no sólo han heredado sus poderes, sino que también han conservado sus mismas ropas y mantos sobre sus hombros, y sus gorros sobre sus cabezas. Como los sacerdotes de Baco, los sacerdotes del Papa están obligados a nunca casarse, por las impías y perversas leyes del celibato. Porque todos saben que los sacerdotes de Baco eran, como los sacerdotes de Roma, célibes. Pero, como los sacerdotes del Papa, los sacerdotes de Baco, para consolarse de las restricciones del celibato, habían inventado la confesión auricular. Por medio de las secretas confidencias del confesionario, los sacerdotes de los antiguos ídolos, tanto como aquellos de los recién inventados dioses hostia, sabían quienes eran fuertes y débiles entre sus bellas penitentes, y bajo el velo "de los misterios sagrados", durante la celebración nocturna de sus misterios diabólicos, ellos sabían a quien dirigirse, y hacer sus votos de celibato un yugo fácil.
 
Que aquellos que quieren más información sobre ese asunto lean los poemas de Juvenal, Propertius, y Tibellus. Que estudien a todos los historiadores de la antigua Roma, y verán la perfecta semejanza que existe entre los sacerdotes del Papa y aquellos de Baco, en referencia a los votos del celibato, los secretos de la confesión auricular, la celebración de los así llamados "misterios sagrados", y la inmencionable corrupción moral de los dos sistemas de religión. De hecho, cuando uno lee los poemas de Juvenal, piensa que tiene delante suyo los libros de Dens, Liguori, Lebreyne y Kenrick.
 
Esperemos y oremos que pronto pueda llegar el día cuando Dios mirará en su misericordia sobre este mundo maldecido; y entonces, los sacerdotes de los dioses hostias, con su celibato fingido, su confesión auricular destructora del alma y sus ídolos serán barridos.
 
En ese día Babilonia—la gran Babilonia caerá, y el cielo y la tierra se regocijarán.
 
Porque las naciones no irán más ni apagarán su sed en las impuras cisternas cavadas para ellas por el hombre de pecado. Sino que irán y lavarán sus vestiduras en la sangre del Cordero; y el Cordero las hará puras por su sangre, y libres por su palabra. Amén.
 
 
 

CAPÍTULO XII.
 
UN CAPÍTULO PARA LA CONSIDERACIÓN DE LOS LEGISLADORES, ESPOSOS, Y PADRES.—ALGUNAS DE LAS CUESTIONES SOBRE LAS QUE EL SACERDOTE DE ROMA DEBE PREGUNTAR A SUS PENITENTES

 
DENS quiere que los confesores interroguen sobre los siguientes asuntos:
 
1 "Peccant uxores, quae susceptum viri semen ejiciunt, vel ejicere conantur." (Dens, tom. vii., pág. 147.)
 
2. "Peccant conjuges mortaliter, Si, copula ancesta, cohibeant seminationem."
 
3. "Si vir jam seminaverit, dubium. fit an femina lethaliter peccat, Si se retrahat a seminando ; aut peccat lethaliter vir non expectando seminationem. uxoris." (pág. 153.)
 
4. "Peccant conjuges inter se circa actum conjugalein. Debet servari modus, sive situs ; imo ut non servetur debitum vas, sed copula habeatur in vase praepostero, aliquoque non naturali. Si fiat accedendo a postero, a latere, stando, sedendo, vel Si vir sit succumbus." (pág. 166.)
 
5. "Impotentia est incapacitas perficiendi, copulum carnalem perfectam cum. seminatione viri in vase debito seu, de se, aptam generationi. Vel, ut Si mulier sit nimis arcta respectu unius viri, non respectu alterius. " (Vol. vii., pág. 273.)
 
6. " Notatur quod pollutio in mulieribus possit perfici, ita ut semen earum nou effluat extra membrum. genitale.
 
"Indicium. istius allegat Billuart, Si scilicet mulier sensiat serninis resolutionem. cum magno voluptatis sensu, qua completa, passio satiatur." (Vol. iv., pág. 168.)
 
7. "Uxor se accusans, in confessione, quod negaverit debitum, interrogetur an ex pleno rigore juris sui id petiverit." (Vol. vii., pág. 168.)
 
8. "Confessor poenitentem, qui confitetur se pecasse cum Sacerdote, vel sollicitatam. ab eo ad turpia, potest interrogare utrum ille sacerdos sit ejus confessarius, an in confessione sollitaverit." (Vol. vi., pág. 294.)
 
Hay un gran número de otras cosas inmencionables sobre las cuales Dens, en sus volúmenes cuarto, quinto y séptimo, pide que los confesores pregunten a sus penitentes, lo cual yo omito.
 
Vayamos ahora a Liguori. Aquel así llamado Santo, Liguori, no es menos diabólicamente impuro que Dens, en sus preguntas a las mujeres. Pero citaré sólo dos de las cosas sobre las cuales el médico espiritual del Papa no debe fallar en examinar a su paciente espiritual:
 
1. "Quaerat an sit semper mortale, Si vir immitat pudenda in os uxoris?
 
"Verius affirmo quia, in hoc actu ob calorem Cris, adest proximum periculum pollutionis, et videtur nova species luxuriae contra naturam, dicta irruminatio."
 
2. "Eodem modo, Sanchez damnat virum de mortali, qui, in actu copulae, immiteret dignitum in vas praeposterum nxoris; quia, ut ait, in hoc actu adest affectus ad Sodomiam. " (Liguori, tom. vi. pág. 935.)
 
El famoso Burchard, Obispo de Worms, ha hecho un libro con las preguntas que deben hacer los confesores a sus penitentes de ambos sexos. Durante varios siglos este fue el libro estándar de los sacerdotes de Roma. Aunque esa obra es hoy muy escasa, Dens, Liguori, Debreyne, etc., etc., han examinado totalmente sus contaminantes páginas, y las dieron para que estudien los confesores modernos, para que pregunten a sus penitentes. Seleccionaré solamente unas pocas preguntas del Obispo Católico Romano a los hombres jóvenes.
 
1. "Fecisti solus tecum fornicationem ut quidam facere solent; ita dico ut ipse tuum membrum. virile in manum taum acciperes, et sic duceres praeputium tuum, et manu propria commoveres, ut sic, per illam delectationem semen projiceres?"
 
2. "Fornicationem fecisti cum masculo intra coxes; ita dicto ut tuum virile membrum intra coxas alterius mitteres, et sic agitando semen funderes?"
 
3. "Fecisti fornicationem, ut quidem facere Solent, ut tuum virile membrum in lignum perforatum, aut in aliquod hujus modi mitteres, et, sic, per illam commotionem et delectationem semen projiceres?"
 
4. "Fecisti fornicationem contra naturam, id est, cum masculis vel animalibus coire, id est cum equo, cum vacca, vel asina, vel aliquo, animali? (Vol. i., pág. 136.)
 
Entre las preguntas que encontramos en el compendio del Justo Reverendo Burchard, Obispo de Worms, que deben ser hechas a las mujeres, están las siguientes (pág. 115):
 
1. "Fecisti quod quaedam mulieres Solent, quoddam molimem, aut machinamentum in modum virilis membri ad mensbram Woe voluptatis, et illud lodo verendorurn tuorum aut alterius cum aliquibus ligaturis, ut fornacationem facereres cum aliis mulieribus, vel alia eodem instrumento, sive alio tecum?"
 
2. "Fecisti quod quaedem mulieres facere Solent ut jam supra dicto molimine, vel alio aliquo machinamento, tu ipsa. in te solam faceres fornicationem?
 
3. "Fecisti quod quaseam mulieres facere Solent, quando libidinem se vexantem exinguere volunt, quae se conjungunt quasi coire debeant ut possint, et conjungunt invicem puerperia sua, et sic, fricando pruritum illarum extinguere, desiderant? "
 
4. "Fecisti quod quaedam mulieres facere solent, ut succumberes aliquo jumento et illiud jumentum ad coitum quolicumque, posses ingenio, ut sic coiret tecum?"
 
El célebre Debreyne ha escrito un libro entero, compuesto con los más increíbles detalles de impurezas, para instruir a los jóvenes confesores en el arte de interrogar a sus penitentes. El nombre de su libro es "Moechiología", o "Tratado sobre todos los pecados contra el sexto (séptimo) y el noveno mandamientos, así como sobre todas las preguntas de la vida matrimonial que se relacionan con ellos".
 
Esa obra es muy reconocida y estudiada en la Iglesia de Roma. No conozco que el mundo haya visto jamás algo comparable a los sucios e infames detalles de ese libro. Citaré solamente dos de las preguntas que Debreyne quiere que el confesor haga a sus penitentes:
 
A los hombres jóvenes (página 95) el confesor preguntará:
 
"Ad cognoscendum an usque ad pollutionem se tetigerent, quando tempore et quo fine se teti gerint an tune quosdam motus in corpore experti fuerint, et per quantum temporis spatium; an cessantibus tactibus, nihil insolitum et turpe accideret; an nou longe majorem in compore voluptatem perceperint in fine tactuum quam in eorum principio; an tum in fine quando magnam delectationem carnalem sensuerunt, omnes motus corporis cessaverint; an non madefacti fuerint?" etc., etc.
 
A las muchachas el confesor preguntará:
 
"Quae sese tetegisse fatentur, an non aliquem puritum extinguere entaverint, et utrum pruritus ille cessaverit cam magnum senserint voluptatem; an tune, ipsimet tactus cessaverint?" etc., etc.
 
El Justo Rev. Kenrick, fallecido Obispo de Boston, Estados Unidos, en su libro para la enseñanza de los confesores sobre cuales asuntos deben preguntar a sus penitentes, tiene lo siguiente, que selecciono entre miles tan impuros y condenables para el alma y el cuerpo:
 
"Uxor quae, in usu matrimonii, se vertit, ut lion recipiat Semen, vel statim post illud acceptum surgit 'it expellatur, lethalitur peccat; sed opus non est ut din. resupina jaceat, quum matrix, brevi, semen attrahat, et mox, arctissime claudatur. (Vol. iii., pág. 317.)
 
"Pollae patienti licet se vertere, et conari ut nou recipiat semen, quod injuria ei iminittitur; sed, exceptum, non licet expellere, quia jam possessionein pacificam habet et baud absque injuria natura, ejiceretur." (Tom. iii., pág. 317.)
 
"Conjuges senes plerumque coeunt absque culpa, licet contingat semen extra vas effundi; id enim per accidens fit ex imfirmitate naturae. Quod Si veres adeo sint fractae 'Lit nullo sit seminandi intra vas spes, jam nequeunt jure conjugii uti." (Tom. iii., pág. 317.)

 
 
 


 

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