EL DON

por Charles Chiniquy

 

Traducción de Adolfo Ricardo Ybarra y Julio José Ybarra
Copyright 2000 de la traducción: Adolfo Ricardo Ybarra y Julio José Ybarra

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Prólogo

Charles Chiniquy fue un famoso sacerdote católico de Canadá, nacido en Kamouraska, Quebec, el 20 de Julio de 1809. Él estableció allí la primer sociedad de sobriedad y ganó el título de "Apóstol de la Sobriedad de Canadá".

Por su capacidad y piedad, estuvo encargado de un grupo de colonos francocanadiense, que se asentó en Illinois. Ya avanzado en su vida fue amigo de Abraham Lincoln.

Recorrió Inglaterra varias veces y este especial relato de su vida fue dado primeramente en Londres. Vivió hasta los noventa años, muriendo en Montreal, el 16 de enero de 1899.

 

EL DON DE LA SALVACIÓN

Yo nací y me bauticé como católico romano en 1809, y fui ordenado sacerdote en el año 1833, en Canadá. Yo soy ahora de setenta y cuatro años, y hace aproximadamente cincuenta años recibí la dignidad del sacerdocio en la Iglesia de Roma.

Por veinticinco años fui un sacerdote de esa Iglesia, y les digo sinceramente que yo amaba a la Iglesia de Roma, y ella me amaba a mí. Hubiera derramado cada gota de sangre por mi Iglesia y habría dado mil veces mi vida para extender su poder y majestad sobre el continente de América, y sobre todo el mundo. Mi gran ambición era convertir a los protestantes, y traerlos a mi Iglesia, porque se me dijo, y yo predicaba, que fuera de la Iglesia de Roma no había salvación, y yo me lamentaba al pensar que aquellas multitudes de protestantes fueran a perderse.

Unos pocos años después de que nací, vivimos en un lugar donde no había escuelas. Mi madre llegó a ser mi primera maestra, y el primer libro con el que me enseñó a leer fue la Biblia. Cuando era de ocho o nueve años, leía el Libro Divino con un placer indescriptible, y mi corazón quedó muy cautivado con la belleza de la Palabra de Dios. Mi madre seleccionaba los capítulos que ella quería que yo leyera, y la atención que ponía era tal que, muchas veces, rehusaba ir afuera a jugar con los niños para disfrutar el placer de leer el Libro Santo. Amaba algunos de los capítulos más que otros, y estos los aprendía de memoria.

Pero después de que murió mi madre, la Biblia desapareció de la casa, probablemente por medio del sacerdote que había intentado apoderarse de ella antes. Esta Biblia es la raíz de todo en esta historia. Esa es la luz que fue puesta en mi alma cuando joven, y gracias a Dios, esa luz nunca se ha extinguido. Ella ha permanecido allí. Es a esa querida Biblia, por la misericordia de Dios, a la que debo hoy la inenarrable alegría que siento de estar entre los redimidos, entre aquellos que han recibido la luz, y están bebiendo de la fuente pura de la verdad.

Pero quizás ustedes se sientan inclinados a decir: "¿Los sacerdotes católico romanos no permiten a su gente leer la Biblia?" Sí, agradezco a Dios que es así. Es un hecho que actualmente, prácticamente en todo el mundo, la Iglesia de Roma les otorga permiso para leer la Biblia, y ustedes encontrarán la Biblia en los hogares de algunos católicos romanos.

Pero cuando reconocemos esto debemos decir la verdad completa. Cuando el sacerdote pone la Biblia en las manos de su pueblo, o cuando un sacerdote recibió la Biblia desde su iglesia, hay una condición. La condición es que aunque el sacerdote o la gente puede leer la Biblia, ellos no deben nunca, bajo ninguna circunstancia, interpretar una sola palabra de acuerdo con su conciencia, su inteligencia, o por su propia mente. Cuando yo fui ordenado sacerdote presté un juramento de que solamente interpretaría las Escrituras de acuerdo con el consenso unánime de los Santos Padres.

Amigos, diríjanse a los católicos romanos actualmente, y pregúntenles si tienen autorización para leer la Biblia. Ellos le dirán, "Sí, yo puedo leerla." Pero pregunten, "¿Tiene usted permiso para interpretarla? Ellos le dirán, "No." El sacerdote dice al pueblo de manera absoluta, y la Iglesia dice de manera absoluta al sacerdote, que ellos no pueden interpretar una sola palabra de la Biblia de acuerdo con su propia inteligencia y con su propia conciencia, y que es un lamentable pecado asumir por ellos mismos la interpretación de una sola palabra. En efecto, el sacerdote dice al pueblo, "Si ustedes intentan interpretar la Biblia con vuestra propia inteligencia, ustedes están perdidos. Este es un libro sumamente peligroso. Pueden leerlo, pero es mejor no leerlo, porque ustedes no pueden entenderlo."

¿Cuál es el resultado de esta enseñanza? El resultado es, que aunque tanto los sacerdotes como las personas tienen la Biblia en sus manos, ellos no la leen. ¿Leerían ustedes un libro si estuvieran convencidos de que no pueden entender una sola palabra por ustedes mismos? ¿Serían tan necios como para desperdiciar su tiempo leyendo un libro del que están convencidos que no podrían entender una sola línea? Entonces, mis amigos, esta es la verdad acerca de la Iglesia de Roma. Ellos tienen un gran número de Biblias. Ustedes encontrarán Biblias en las mesas de los sacerdotes y de los laicos, pero entre diez mil sacerdotes no hay dos que lean la Biblia de principio a fin y le presten alguna atención. Ellos leen unas pocas páginas aquí y allí; eso es todo.

En la Iglesia de Roma la Biblia es un libro sellado, pero no fue así conmigo. Yo la encontré preciosa a mi corazón cuando era un muchacho pequeño, y cuando llegué a ser un sacerdote de Roma la leía para fortalecerme, y para hacerme capaz de sostener la posición de la Iglesia.

Mi gran objetivo era confundir a los ministros protestantes de América. Obtuve una copia de "Los Santos Padres", y la estudiaba día y noche con las Santas Escrituras, con el fin de prepararme para la gran batalla que deseaba librar contra los protestantes. Hice este estudio para fortalecer mi fe en la Iglesia Católica Romana.

Pero, ¡bendito sea Dios!, siempre que leía la Biblia había una misteriosa voz diciéndome "¿No ves que en la Iglesia de Roma no sigues las enseñanzas de la Palabra de Dios, sino solamente las tradiciones de los hombres?" En las silenciosas horas de la noche, cuando oía esa voz, lloraba y gemía, pero ésta se repetía con la fuerza del trueno. Yo quería vivir y morir en la Santa Iglesia Católica Romana, y rogaba a Dios que silenciara la voz, pero yo la oía aún más fuertemente. Cuando leía su Palabra Él trataba de romper mis cadenas, pero yo no dejaba que ninguna cadena fuera cortada. Él venía a mí con su luz salvadora, pero yo no la recibía.

No tengo animosidad contra los sacerdotes católicos romanos. Algunos de ustedes pensarán que la tengo. Están equivocados. A veces lloro por ellos porque sé que los pobres hombres - igual que yo lo hice - están combatiendo contra el Señor, y que ellos son miserables así como yo fui miserable. Si les relato uno de los combates de los que les hablo, entenderán lo que es ser un sacerdote católico romano, y usted orará por ellos.

En Montreal hay una espléndida catedral, capaz de alojar a 15.000 personas. Yo acostumbraba a predicar allí muy a menudo. Un día el obispo me pidió que hablara sobre la Virgen María, y yo estuve muy feliz de hacerlo. Dije a aquellas personas lo que entonces yo creía que era verdadero, y lo que los sacerdotes creen y predican en todas partes. Aquí está el sermón que prediqué:

"Mis queridos amigos, cuando un hombre se ha rebelado contra su rey, cuando ha cometido un gran crimen contra su emperador, ¿va él mismo a hablarle? Si el tiene que pedir un favor a su rey, ¿se atrevería él, bajo esas circunstancias, a presentarse por sí mismo ante su presencia? No; el rey lo reprobaría y lo castigaría. Entonces, ¿qué hace él? En lugar de ir por sí mismo, él selecciona a uno de los amigos del rey, a alguno de sus oficiales, a veces a la hermana o a la madre del rey, y él pone su petición en las manos de ellos. Ellos van y hablan en favor del hombre culpable. Ellos piden perdón para él, aplacan su ira, y muchas veces el rey concede a estas personas el favor que rehusaría al hombre culpable".

"Entonces," yo dije, "todos nosotros somos pecadores, todos hemos ofendido al gran y poderoso Rey, el Rey de reyes. Hemos levantado banderas de rebelión contra Él. Hemos pisoteado sus leyes bajo nuestros pies, y seguramente Él está enojado contra nosotros. ¿Qué podemos hacer ahora? ¿Iremos nosotros mismos con nuestras manos llenas con nuestras maldades? ¡No! Pero, gracias a Dios, tenemos a María la madre de Jesús, nuestro Rey, a su diestra, y como un hijo obediente nunca rechaza ningún favor a una madre amada, así Jesús nunca rehusó ningún favor a María. Él nunca ha rechazado ninguna petición que ella le presentó cuando Él estuvo sobre la tierra. Él nunca ha rechazado a su madre de ninguna manera. ¿Dónde está el hijo que quebrantaría el corazón de una afectuosa madre, cuando él podría hacerla feliz otorgándole lo que ella quiere? Entonces yo digo, Jesús, el Rey de reyes, no es solamente el Hijo de Dios, sino que es el Hijo de María, y Él ama a su madre. Y así como Él nunca ha rehusado ningún favor a María cuando Él estuvo sobre la tierra; Él nunca le rehusará ningún favor hoy ¿Qué debemos hacer entonces? Oh, no podemos presentarnos delante del gran Rey, cubiertos como lo estamos con maldad. Presentemos nuestras peticiones a su santa madre; ella irá a los pies de Jesús, ella misma, a Jesús, su Dios y su hijo, y sin dudas ella recibirá los favores que le pedirá; ella pedirá nuestro perdón y lo obtendrá. Ella pedirá un lugar en el Reino de Cristo, y ustedes lo obtendrán. Ella pedirá a Jesús que perdone sus iniquidades, que les conceda el verdadero arrepentimiento, y Él les dará todo lo que su madre pueda pedirle".

Mis oyentes estaban tan felices por la idea de tener semejante abogada a los pies de Jesús intercediendo por ellos día y noche, que todos ellos estallaron en llanto, y estaban fuera de sí con la alegría de que María pidiera y obtuviera el perdón para ellos.

En ese tiempo yo pensaba que esta era no sólo la religión de Cristo, sino que era la religión del sentido común, y que nada podía decirse contra ella. Después del sermón el Obispo vino y me bendijo, y me agradeció, diciendo que el sermón haría un gran bien en Montreal.

Esa noche me arrodillé, y tomé mi Biblia , y mi corazón estaba lleno de gozo por el buen sermón que había dado en la mañana. Abrí la Biblia y leí las siguientes palabras comenzando en Mateo 12:46:

"Y estando Él aún hablando a las gentes, he aquí su madre y sus hermanos estaban fuera, que le querían hablar. Y le dijo uno: He aquí tu madre y tus hermanos están fuera, que te quieren hablar. Y respondiendo Él al que le decía esto, dijo: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre."

Cuando leí estas palabras hubo una voz hablándome más terriblemente que la voz de un fuerte trueno, diciendo: "Chiniquy, tú predicaste una mentira esta mañana cuando dijiste que María siempre había recibido los favores que ella pedía a Jesús. ¿No ves que María viene a pedir un favor, que es ver a su hijo, porque durante su ausencia ella había estado sola, y Él la había dejado durante muchos meses para predicar el Evangelio?" Cuando María llegó al lugar donde Jesús estaba predicando, el lugar estaba tan lleno que ella no podía entrar. ¿Qué hará ella? Hará lo que toda madre haría en su lugar. Ella levanta su voz y le pide a Él que venga a verla, pero mientras Jesús oye la voz de su madre, y mientras la ve con sus ojos divinos, ¿le concede su petición? No. Él cierra sus oídos a la voz de ella y endurece su corazón ante su ruego. Esto es una reprimenda pública, y ella lo siente profundamente. La personas están sorprendidas. Están perplejas, casi escandalizadas. Se vuelven hacia Cristo, y le dicen, "¿Porqué no vas y hablas a tu madre?" ¿Qué dice Jesús? Él da solamente esta extraordinaria respuesta: "¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?" y, mirando a sus discípulos, dice: "He aquí mi madre, mis hermanos, y mis hermanas." En cuanto a María, ella es dejada sola, y públicamente rechazada.

Y luego la voz me habló de nuevo con el poder del trueno, diciéndome que leyera ahora en Marcos 3:31-35. Ustedes encontrarán el mismo incidente tanto en Marcos como en Lucas 8:19-21. En lugar de concederle su petición Jesús le contestó rechazando públicamente a su madre. Y entonces la voz me habló con sorprendente poder, diciéndome que Jesús, cuando era un pequeño muchacho, obedeció a José y a su madre; pero cuando se presentó ante el mundo, como la gran Luz de la humanidad, entonces María tenía que desaparecer. A Jesús solamente debían dirigirse los ojos del mundo para recibir Luz y Vida.

Entonces, mis amigos, la voz me habló toda la noche: "Chiniquy, Chiniquy, has dicho una mentira esta mañana, y estuviste predicando muchas fábulas y cosas sin sentido; y predicas contra las Escrituras cuando dices que María tiene el poder de conceder cualquier favor de parte de Jesús." Yo oré y lloré, y pasé la noche sin poder dormir.

La mañana siguiente estuve en la mesa con el Obispo Príncipe, el coadjutor, quien me había invitado a desayunar.

Él me dijo, "M. Chiniquy, usted luce como un hombre que ha pasado la noche llorando. ¿Qué le sucede?"

Yo le dije, "Mi señor, tiene usted razón. Estoy desolado en gran manera."

"¿Qué ocurre?" me preguntó.

"¡Oh! No puedo decirle aquí", le respondí. "Por favor, ¿me daría una hora en su habitación a solas? Le contaré un misterio que lo dejará perplejo."

Después del desayuno fui con él y le dije:

"Ayer usted me hizo un gran elogio por el sermón en el que yo probé que Jesús siempre ha concedido las peticiones de su madre. Pero, mi señor, la reciente noche oí otra voz, más fuerte que la suya, y mi problema es que yo creo que esa voz es la de Dios. Esa voz me decía que nosotros los sacerdotes y obispos católicos romanos predicamos una mentira cada vez que decimos al pueblo que María tiene siempre el poder de recibir de las manos de Jesucristo los favores que ella le pide. Esto es una mentira, mi señor - esto, me temo, es un error diabólico y destructivo."

El Obispo entonces dijo, "M. Chiniquy, ¿qué quiere decir? ¿Es usted un protestante?"

"No," le dije, "No soy un protestante." (Muchas veces yo había sido llamado protestante por ser tan apegado a la Biblia). "Pero yo le digo, lealmente, que sinceramente temo que ayer prediqué una mentira, y que usted, mi señor, también predicará una la próxima vez que usted diga que debemos invocar a María, bajo el pretexto de que Jesús nunca ha rehusado ningún favor a su madre. Esto es falso."

Este Obispo dijo, "¡M. Chiniquy, está yendo demasiado lejos!"

"No, mi señor," dije, "esto está claro. Aquí está el Evangelio; léalo."

Puse el Evangelio en las manos del Obispo, y él leyó con sus propios ojos lo que ya he citado. Mi impresión fue que el leyó esas palabras por primera vez. El pobre hombre estaba tan sorprendido que permaneció mudo y temblando. Finalmente preguntó: "¿Qué quiere decir esto?"

"Bien," dije, "este es el Evangelio; y aquí usted ve que María tiene que venir a pedirle un favor a Jesucristo, y Él no sólo la reprendió, sino que rehusó considerarla como su madre. Él hizo esto públicamente, para que pudiéramos saber que María es la madre de Jesús como hombre, y no como Dios."

El obispo estaba fuera de sí. Él no podía contestarme.

Entonces le pedí que me permitiera hacerle algunas preguntas. Le dije, "Mi señor, ¿quién lo ha salvado a usted y a mí sobre la cruz?"

Él contestó, "Jesucristo."

"¿Y quién pagó sus deudas y las mías derramando su sangre; María o Jesús?"

Dijo él, "Jesucristo."

"Ahora, mi señor, cuando Jesús y María estuvieron sobre la tierra, ¿Quién amó más al pecador; María o Jesús?"

Y nuevamente respondió que fue Jesús.

"¿Acudió algún pecador en esta tierra a María para ser salvado?"

"No."

"Recuerda que algún pecador acudiera a Jesús para ser salvado?"

"Sí, muchos."

"¿Fueron ellos rechazados?"

"Nunca."

"¿Usted recuerda que Jesús alguna vez dijera a los pecadores, 'Acudan a María y ella les salvará'?"

"No", él dijo.

"¿Usted recuerda que Jesús dijera a los pobres pecadores, 'Venid a mí'?"

"Sí, Él lo dijo."

"¿Se ha retractado Él alguna vez de aquella palabras?"

"¡No!"

"Y quién fue, entonces, el más poderoso para salvar a los pecadores?" Pregunté.

"¡Oh! ¡Fue Jesús!"

"Ahora bien, mi señor, dado que Jesús y María están ahora en los Cielos, ¿puede mostrarme en las Escrituras que Jesús haya perdido algo de su deseo y poder para salvar a los pecadores, o que Él delegara este poder a María?"

Y el Obispo contestó, "No."

"Entonces, mi señor," pregunté, "¿porqué no acudimos a Él, y a Él solo? ¿Porqué invitamos a los pobres pecadores a acudir a María, cuando, por su propia confesión ella no es nada comparada con Jesús, en poder, en misericordia, en amor, y en compasión por los pecadores?"

Entonces el pobre Obispo estaba como un hombre que es condenado a morir. Él temblaba delante mío, y como no podía responderme, dijo que tenía asuntos que atender y me dejó. Su "asunto" era que él no podía responderme.

Pero todavía yo no estaba convertido. Había muchos vínculos que todavía me mantenían sujeto a los pies del papa. Habían otras batallas que pelear antes de que pudiera romper las cadenas que me ataban.

Pero en aquellos días, aunque yo estaba angustiado, no había perdido mi celo por mi Iglesia. Los Obispos me habían dado gran poder y autoridad, y el Papa me había ensalzado sobre muchos otros, y yo tenía la esperanza, junto a muchos otros, que poco a poco, podríamos reformar la Iglesia en muchas cosas.

En 1851 fui a Illinois a fundar una colonia francesa. Llevé 75.000 francocanadienses, y nos establecimos en las majestuosas llanuras de Illinois, para tomar posesión en nombre de la Iglesia de Roma. Después de comenzar mi gran tarea de colonización me convertí en un hombre rico; compré muchas Biblias y di una a casi cada familia. El obispo estaba muy enojado conmigo por esto, pero a mí no me importó. Yo no pensaba en renunciar a la Iglesia de Roma, pero quería guiar a mi pueblo tan bien como pudiera en los caminos por los que Cristo quería que los llevara.

Entonces el Obispo de Chicago hizo una cosa en ese tiempo que nosotros los franceses no podíamos tolerar. Fue un gran crimen, y yo escribí al papa e hice que este Obispo fuera despedido. Otro Obispo fue enviado en su lugar, quien encomendó que su Gran Vicario me visitara.

El Gran Vicario me dijo, "M. Chiniquy, estamos muy contentos de que haya logrado que el anterior Obispo fuera despedido, porque él era un mal hombre; pero se sospecha en muchos lugares que usted no está más en la Iglesia de Roma; se sospecha que usted es un hereje y un protestante. ¿Nos daría usted un documento por el cual podamos probar a todo el mundo que usted y su gente son todavía buenos católicos romanos?"

Yo dije, "No tengo objeción."

Él contestó, "Es el deseo del nuevo Obispo, a quien el Papa ha enviado, tener ese documento de parte de usted."

Entonces tomé un pedazo de papel - me parecía que esa era una oportunidad excelente de silenciar la voz que me estaba hablando de día y noche y que estaba inquietando mi fe. Yo quería convencerme a mí mismo de esta manera que en la Iglesia Católica Romana realmente estábamos siguiendo la Palabra de Dios, y no solamente "tradiciones de hombres". Escribí estas mismas palabras:

"Mi señor, nosotros los francocanadienses de la colonia de Illinois queremos vivir en la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, fuera de la cual no hay salvación, y para probar esto a vuestra señoría, prometemos obedecer su autoridad de acuerdo a la Palabra de Dios, como la encontramos en el Evangelio de Cristo."

Yo firmé esto y ofrecí a mi pueblo que firmara, y ellos lo hicieron. Entonces se lo di al Gran Vicario, y le pregunté que pensaba él de éste. Él dijo, "Es exactamente lo que queremos." Me aseguró que el Obispo lo aceptaría, y que todo estaría bien.

Cuando el Obispo leyó el documento de subordinación, también lo encontró apropiado, y con lágrimas de alegría dijo: "Estoy tan contento de esta subordinación, porque temíamos que usted y su gente se volverían protestantes."

Amigos míos, para mostrar mi ceguera, debo confesar para mi vergüenza, que yo estaba contento por haber hecho la paz con el Obispo, un hombre, mientras todavía yo no estaba en paz con Dios. El Obispo me dio una "carta de paz", en la cual él declaraba que yo era uno de sus mejores sacerdotes, y regresé a los míos con la decisión de permanecer allí. Pero Dios miró hacia mí en su misericordia, y Él iba a romper esa paz que era paz con el hombre y no con Dios.

El Obispo, después de mi partida, fue a la oficina del telégrafo y telegrafió a los otros obispos mi subordinación, y les preguntó que pensaban de ésta. Ellos unánimemente le contestaron ese mismo día: "No ve usted que Chiniquy es un protestante disfrazado, y que él ha hecho un protestante de usted? Él no se subordinó a usted; él se subordinó a la Palabra de Dios. Si no destruye esa subordinación, usted mismo es un protestante."

Diez días después, recibí una carta del Obispo, y cuando fui a verlo, me preguntó si yo tenía la "carta de paz" que me había dado el otro día. Yo se la presenté, y cuando vio que esa era la carta, él corrió hacia su estufa y la arrojó al fuego. Yo estaba pasmado. Me precipité hacia el fuego para salvar mi carta, pero era demasiado tarde; estaba destruida.

Entonces me volví hacia el Obispo, y le dije, "¿Cómo se atreve usted, mi señor, a tomar de mis manos un documento que es de mi propiedad, y a destruirlo sin mi consentimiento?"

Él respondió: "M. Chiniquy. Soy su superior, y no tengo que rendirle cuentas a usted."

"Por supuesto mi señor, usted es mi superior, y yo no soy nadie sino un pobre sacerdote, pero hay un gran Dios que está tanto muy encima de usted como de mí, y ese Dios me ha dado derechos a los que nunca renunciaré para complacer a ningún hombre; en la presencia de ese Dios yo protesto contra su iniquidad."

"Bien," dijo él, "¿vino a darme un sermón?"

Le contesté, "No, mi señor; pero quiero saber si me trajo aquí para insultarme."

"M. Chiniquy," dijo él, "lo traje aquí porque usted me dio un documento que usted sabe muy bien que no fue un acto de sumisión."

Entonces contesté, "Dígame, ¿qué acto de sumisión requiere de mí?"

Él dijo, "Usted debe comenzar por sacar estas pocas palabras: 'de acuerdo a la Palabra de Dios, como la encontramos en el Evangelio de Cristo', y decir simplemente que usted promete obedecer mi autoridad sin ninguna condición; que usted promete que hará todo lo que yo le diga."

Entonces me puse de pie, y dije, "Mi señor, lo que usted requiere de mí no es un acto de sumisión, sino un acto de adoración, y se lo niego."

"Entonces," dijo él, "si usted no puede darme ese acto de sumisión, usted no puede ser más un sacerdote católico romano."

Yo levanté mis manos hacia Dios, y dije, "Sea el Dios todopoderoso para siempre bendito", y tomé mi sombrero y dejé al Obispo.

Fui al hotel en donde tenía una habitación reservada, y llaveé la puerta detrás de mí. Caí de rodillas para examinar lo que había hecho en la presencia de Dios. Entonces vi, por primera vez claramente, que la Iglesia de Roma no podía ser la Iglesia de Cristo. Yo había aprendido la terrible verdad, no de los labios de los protestantes, ni de los de sus enemigos, sino de los labios de la misma Iglesia de Roma. Vi que no podía permanecer en ella a menos que renunciara a la Palabra de Dios en un documento formal. Entonces vi que había hecho bien en renunciar a la Iglesia de Roma. Pero ¡oh! Mis amigos, ¡qué oscura nube vino sobre mí! En medio de mis tinieblas exclamé: "Mi Dios, mi Dios, ¿porqué es que mi alma está rodeada con una nube tan oscura?"

Con lágrimas clamé a Dios que me mostrara el camino, pero durante un tiempo, no fue me fue dada una respuesta. Había renunciado a la Iglesia de Roma; había renunciado a una posición, honor, mis hermanos y hermanas, ¡todo lo que era querido para mí! Vi que el Papa, los Obispos, y los sacerdotes me atacarían en la prensa, y en el púlpito. Vi que una guerra a muerte había comenzado entre la Iglesia de Roma y yo, y yo miraba para ver si habían quedado algunos amigos para ayudarme en la batalla, pero ningún amigo permaneció. Vi que aún mis más queridos amigos se dedicaron a maldecirme, y a mirarme como un infame traidor. Vi que mi pueblo me rechazaría, que mi amado país, donde tenía tantos amigos, me maldeciría, y que había llegado a ser un objeto de horror para el mundo.

Entonces traté de recordar si tenía algunos amigos entre los protestantes, pero como yo había hablado y escrito contra ellos toda mi vida, no tenía un solo amigo allí. Vi que estaba solo para pelear la batalla. Esto era demasiado, y en esa terrible hora, si Dios no hubiera hecho un milagro, yo no habría sido capaz de soportarlo. Me parecía imposible salir de la habitación al frío mundo, donde no podría encontrar una sola mano para estrechar la mía, o un solo rostro sonriente mirándome, sino que donde fuera solamente vería a aquellos que me considerarían un traidor.

Parecía que Dios estaba lejos, pero Él estaba muy cerca. Repentinamente un pensamiento llegó a mi mente: "Tienes tu Evangelio; léelo, y encontrarás la luz." Arrodillado, y con mano temblorosa, abrí el libro. No yo, sino Dios lo abrió, porque mis ojos cayeron sobre 1 Corintios 7:23: "Por precio sois comprados; no os hagáis siervos de los hombres."

Con estas palabras la luz vino a mí, y por primera vez vi el gran misterio de la salvación, tanto como un hombre puede verlo. Me dije a mí mismo: "Jesús me ha comprado; entonces, si Jesús me ha comprado, Él me ha salvado; ¡yo estoy salvado! ¡Jesús es mi Dios! ¡Todas las obras de Dios son perfectas! Yo estoy, entonces, perfectamente salvado - Jesús no podría salvarme a medias. Yo estoy salvado por la sangre del Cordero; yo estoy salvado por la muerte de Jesús." Y estas palabras fueron tan dulces para mí que sentí una alegría indescriptible, como si las fuentes de vida estuvieran abiertas y torrentes de nueva luz estuvieran fluyendo sobre mi alma. Yo me dije, "no soy salvado por el purgatorio, o por indulgencias, confesiones o penitencias. ¡Soy salvado sólo por Jesús!" Y todas las falsas doctrinas de Roma huyeron de mi mente como cae una torre que es golpeada en su base.

Entonces sentí tal alegría, tal paz, que los ángeles de Dios no podrían estar más felices que lo que estaba yo. La sangre del Cordero fue derramada por mi pobre alma culpable. Con un estruendosa grito de alegría dije, "¡Oh! ¡Querido Jesús, yo lo siento, yo lo sé; Tú me has salvado! ¡Oh! ¡Don de Dios, yo te acepto a Ti! Toma mi corazón y hazlo para siempre tuyo. ¡Don de Dios, habita en mí para hacerme puro y fuerte; permanece en mí para ser mi camino, mi luz, y mi vida; concédeme que yo pueda permanecer en Ti ahora y para siempre! Pero, querido Jesús, no me salves solo; salva a los míos; concédeme mostrarles el Don también! ¡Oh! Que ellos puedan aceptarte y sentirse ricos y felices como yo ahora."

Fue así como encontré la Luz y el gran misterio de nuestra salvación, que es tan sencilla y tan hermosa, tan sublime y tan grande. Yo había abierto las manos de mi alma y aceptado el regalo. Yo era rico en el don. La salvación, mis amigos, es un regalo, ustedes no tienen que hacer nada sino aceptarlo, amarlo, y amar al Dador. Apreté el Evangelio a mis labios, y juré que nunca predicaría nada más que de Jesús.

Llegué a mi colonia un Domingo a la mañana. Todo el pueblo estaba sumamente alborotado y corrían hacia mí, y me preguntaban las novedades que traía. Cuando estuvieron reunidos en la iglesia, les presenté El Don. Les mostré lo que Dios me había obsequiado a mí. A su Hijo Jesús como un regalo - y, por medio de Jesús, el perdón de mis pecados, y la vida eterna como un regalo. Entonces, no sabiendo si ellos aceptarían o no el regalo, les dije: "Es tiempo para mí de separarme de ustedes, amigos míos, yo he dejado la Iglesia Católica Romana para siempre. He recibido el regalo de Cristo, pero les respeto lo suficiente para imponerme a mí mismo sobre ustedes; si ustedes piensan que es mejor para ustedes seguir al papa que seguir a Cristo, e invocar el nombre de María que el nombre de Jesús, para ser salvados, díganmelo poniéndose de pie."

Para mi gran sorpresa toda la multitud permaneció en sus asientos, llenando la iglesia con sus sollozos y lágrimas. Yo pensé que alguno me diría que me fuera, pero nadie lo hizo. Y mientras los observaba, vi que un cambio se produjo en ellos - un cambio maravilloso, que no puede ser explicado por los caminos normales - y les dije, con una exclamación de gozo:

"El poderoso Dios quien me salvó ayer a mí puede salvarles a ustedes hoy. Ustedes cruzarán el Mar Rojo conmigo y entrarán a la Tierra Prometida. Aceptarán conmigo al gran regalo - ustedes serán felices y ricos en el don. Pondré el asunto en otra forma. ¡Si piensan que es mejor para ustedes seguir a Cristo que al Papa, invocar el nombre de Jesús solo que el nombre de María, que es mejor poner su confianza solamente en la sangre del Cordero derramada en la Cruz por sus pecados, que en la fábula del purgatorio de Roma, después de la muerte para ser salvados; y si piensan que es mejor para ustedes tenerme para predicarles el puro Evangelio de Cristo, que tener un sacerdote para predicarles las doctrinas de Roma, díganmelo poniéndose de pie - y seré de ustedes!"

Y todos, sin una sola excepción, se pusieron de pie, y con lágrimas me pidieron que permaneciera con ellos.

El Don, el grande, el indescriptible Don había, por primera vez, venido delante de sus ojos en su belleza; ellos lo encontraron precioso; ellos lo aceptaron; y las palabras no pueden expresar la felicidad de esa multitud. Como yo, se sintieron ricos y felices en el Don. Los nombres de unas mil almas, yo creo, fueron escritos en el Libro de la Vida ese día. Seis meses más tarde éramos dos mil convertidos; ¡un año más tarde éramos alrededor de cuatro mil! Y ahora somos unos veinticinco mil los que hemos lavado nuestras ropas y las hemos hecho blancas en la sangre del Cordero.

Las noticias se difundieron rápidamente por toda América, y aún en Francia e Inglaterra - que Chiniquy, el sacerdote más conocido de Canadá, había dejado la Iglesia de Roma, encabezando un noble grupo de personas. Y dondequiera se decía esto, el nombre de Jesús era bendecido, y yo espero que ustedes bendecirán al misericordioso y adorable Salvador hoy conmigo, cuando es mi privilegio haberles dicho lo que Él ha hecho por mi alma.

Oren por los Católico Romanos de América y de todas partes, para que yo pueda ser el instrumento de las misericordias de Dios hacia ellos; para que todos ellos puedan recibir, al igual que ustedes, el Don indescriptible; puedan amar y glorificar el Don durante los pocos días de nuestro peregrinaje aquí, y por toda la eternidad.

Amén.

 


 

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